Elsa Malvido, Silvia del Amo
Obligados por las difíciles circunstancias de la época, los médicos del siglo XIX mexicano decidieron, finalmente, recurrir a las hierbas nativas para elaborar medicamentos. Se buscaba así abaratar los costos y, principalmente, dar lugar a una farmacopea en la que se combinaran, de manera efectiva, los saberes de las épocas prehispánica y colonial.
En medio del caos que significó para México el movimiento de Independencia, habrá que considerar el impacto que tuvo la suspensión del comercio de plantas medicinales, un tema poco trabajado tanto por los historiadores como por los biólogos.
A lo largo de la Colonia, el mercado de hierbas curativas constituyó uno de los múltiples monopolios de la corona española, motivo por el cual se prohibió el cultivo de las especies medicinales europeas en los jardines mexicanos, y tan sólo se permitió que las órdenes hospitalarias tuvieran sus huertos de drogas en conventos y nosocomios.
Unos años antes de la Independencia, las reformas borbónicas permitieron el libre comercio en la Nueva España, y en éste se incluyeron las plantas. Así, se fundó el Real Jardín Botánico, en el que, con un afán de experimentación, se conjuntaron la botánica, la farmacéutica, la medicina y la química, que de “artes” empíricas pasaron a ser ciencia comprobada.
El Real Tribunal del Protomedicato y la Universidad, que habían sido las instituciones coloniales que regulaban la formación y práctica de médicos y boticarios, desaparecieron junto con todo el sistema español. Quienes se habían preparado en ellas sabían utilizar, principalmente, las propiedades terapéuticas de los productos que venían desde España, sin dejar de lado plantas americanas que por el buen éxito de su aplicación en los 300 años de dominio habían demostrado su eficacia. De hecho algunas de esas plantas llegaron a constituirse en productos de exportación muy buscados, como la quina (Cinchona succirubra) y la coca (Eritroxylon coca) peruanas, y el cacao (Theobroma cacao) y la raíz de Jalapa (Ipomoea purga) mexicanos.
Sin embargo, este tipo de plantas fueron las menos, pues en su soberbia de considerarse seres superiores, los españoles no aceptaron los conocimientos curativos de los indígenas americanos, y aún menos los de los africanos y asiáticos.
Entre los elementos de la farmacia del Hospital Real de Indios se encontraban diversas plantas y compuestos de especies mexicanas, los cuales habían sido recomendados por los propios nativos y eran usados por los protomédicos para curar a los mismos indios. Mientras que estas hierbas se utilizaban en la atención de “los otros”, al mismo tiempo se observaban sus resultados y, comprobados sus efectos benéficos, se incluyeron en el acervo de la cultura occidental, aun cuando se daba por entendido que los organismos de los indios y de los españoles no eran iguales y que, por lo tanto, había que “irse con pies de plomo” en su aplicación, ya que las reacciones podían ser diferentes en unos y otros.
La búsqueda de remedios
Con estos antecedentes, los médicos y boticarios mexicanos del siglo XIX tuvieron que recurrir a cuatro opciones: la primera fue conseguir semillas para iniciar ellos mismos sus cultivos, como sucedió con la belladona (Atropa belladona), de la que se obtuvieron resultados muy exitosos, aunque fueron pocos. La segunda consistió en abastecerse de las plantas que venían de España, gracias a los intermediarios que proveían a otras colonias y lograban penetrar en México, si bien esas plantas sufrían los mismos problemas que en épocas anteriores, pues no siempre lograban llegar en buen estado después de tres meses de travesía marítima y otros tantos de viaje terrestre. La tercera fue recurrir al mercado negro, que introducía sólo especies muy costosas, de gran demanda, que sin embargo no eran confiables y propiciaron la venta de falsificaciones con terribles consecuencias para los enfermos. La última, y la más sencilla aparentemente, consistió en sustituir las plantas europeas por otras de la herbolaria mexicana.
Esta última opción se vio favorecida por acontecimientos ocurridos en Europa, como fueron las discusiones y debates entre galenistas y paracelsistas, o entre alquimistas y químicos, los cuales se venían dando desde el siglo XVII y sirvieron para que en nuestro país en transición se empezara tímidamente a investigar, en laboratorios más cercanos a la metalurgia que a la química.
A cuentagotas, los libros sobre estos temas de la ciencia moderna llegaron a México gracias a los ilustrados del siglo XVIII, situación que se dio en forma más constante en la época independiente, al no tener que pasar ya por la censura del Tribunal de la Santa Inquisición.
Ahora eran los libreros quienes importaban los avances y las modas francesas, españolas, inglesas, alemanas y norteamericanas, para facilitar la entrada de México al mundo de la investigación moderna. Había enciclopedistas mexicanos que, alrededor del Museo Nacional, se reunían en sociedades y colegios para discutir sobre geografía, matemáticas, zoología y botánica, sin que importara su profesión, pues eran grandes sabios. En ese terrible siglo XIX, en vista de que el nuevo país se debatía en guerras internas e invasiones extranjeras y que las instituciones educativas médicas se abrían o cerraban temporalmente según lo disponía cada presidente o emperador en el poder, se desarrollaron las patologías coloniales heredadas: la viruela, el sarampión, la tosferina, la varicela y las paperas. Asimismo, se desarrollaron las nuevas que llegaron con el libre comercio, ya no en barco desde España, sino por tierra y por la frontera con Estados Unidos: la difteria, la fiebre escarlatina y el colera morbus. A éstas se unió la patología endémica agudizada por las tensiones sociales, la extrema pobreza, el hambre y la sed: el tifo, la tifoidea, la sífilis, la gonorrea y otras enfermedades venéreas, las infestaciones de parásitos internos y externos, más las enfermedades producidas por la guerra misma, como las heridas causadas por diversas armas, y las enfermedades infectocontagiosas. Estos padecimientos fueron atendidos en los hospitales o en las casas de los enfermos, la mayor parte de las veces en forma experimental, con falsificaciones o similares, pues se suponía que si se trataba de una hierba de la misma familia, debía contener los mismos principios curativos de las especies originales, lo que llevó a resultados casi siempre fatales, y a algunos verdaderamente milagrosos. Todos esos fracasos llevarían a los médicos a unir sus esfuerzos con farmacéuticos, botánicos y químicos para crear una farmacopea con plantas medicinales mexicanas, en la que se integrarían todos los avances de esas especialidades. Con el fin de comprobar si su uso empírico en los periodos prehispánico y colonial había sido acertado, se buscaron los principios activos de cada planta y se evitaron las adulteraciones, para así poder evaluar los riesgos de su aplicación.
Mientras tanto, la sociedad mexicana recurrió a los curanderos indígenas, a los charlatanes, nacionales y extranjeros, y a la herbolaria empírica para aliviar sus males. Un caso que vale la pena recordar es el del famoso doctor Rafael Meraulyock, a quien el populacho bautizó como “merolico”. De origen judío-polaco, apareció en la ciudad de México en 1879, y trepado en una carroza muy adornada, en plazuelas ofrecía a gritos curas milagrosas con compuestos “específicos”, en particular de hierbas como el malvavisco (Hibiscus biseptus), y aguas pintadas o polvos inocuos, que supuestamente servían para aliviar una gran cantidad de enfermedades, desde expulsar las tenias hasta quitar los callos. Su mayor éxito consistía en sacar muelas al tiempo que disparaba un balazo ante el susto del paciente y del público, que festejaba con aspavientos la ejecución. La riqueza que acumuló con los ingenuos mexicanos fue cuantiosa, y un buen día, tal y como llegó, desapareció. Lo que no supo es que su apellido, mexicanizado, pasaría al habla coloquial como sinónimo de médico farsante: “merolico”.
• Elsa Malvido. Historiadora. Investigadora del INAH, en donde desde hace 30 años coordina el Seminario de Demografía Histórica, el Taller de Estudios sobre la Muerte y el Proyecto de Salud-Enfermedad de la Prehistoria al Siglo XX.
• Silvia del Amo. Doctora en biología por la UNAM. Especialista en regeneración y manejo de los recursos naturales y plantas medicinales. Presidenta del Programa de Acción Forestal Tropical.
Malvido, Elsa, Silvia del Amo, “Médicos y farmacéuticos mexicanos en el siglo XIX”, Arqueología Mexicana núm. 39, pp. 46-51.
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