No siempre fueron así II

TRADICIÓN ORAL INDÍGENA MEXICANA

Elisa Ramírez

El mito del maíz nos permite saber cómo llegó al mundo nuestro sustento, cómo se tiñó de colores, cómo dejó de cocerse de uno en uno y se perdió su rendimiento, cómo se tiñó de rojo el olote al limpiarse la sangre de la nariz la muchacha que cosechó bastante. También justifica por qué algunos animales tienen permiso de entrar a la milpa: el zanate, la hormiga, la tuza, el ratón trajeron el maíz a este mundo, o cuando menos dijeron dónde estaba. La hormiga tuvo que ser torturada antes de confesarlo, le amarraron un mecate en el cuerpo y dijo de dónde había traído el maíz cuando ya no aguantó; sentía que la partían en dos –de allí en adelante quedó muy acinturada.

El mito del Xut –niño de Chiapas que se convertiría en sol– explica por qué hay animales domésticos y silvestres, los cochinos tienen trompa plana porque les pegaron allí una tortillita, la tuza come las raíces de las plantas porque ayudó al niño a derribar el árbol donde estaban sus hermanos, el ratón tiene ojos de trementina que le hizo el Xut. Por perjudicarle su milpa, el conejo tiene el hocico partido y la cola corta, el venado huye al menor ruido, la tórtola no vuela alto, el correcaminos –María Haragana– tiene el copete colorado. También aquí, se dice por qué la milpa se cultiva con sacrificio, pues se perdieron la coa y el bastón capaces de trabajar por sí mismos tras las acciones de todos aquellos animales.

Del mito del niño-maíz arrancan las explicaciones de por qué los insectos pican: el sapo abrió el bulto de cenizas, que le encargaron que llevara hasta el mar. La lagartija se equivocó al dar el recado, cuando ya venía en camino desde el reino de los muertos el padre de Sentiopil, y por eso los hombres ya no reviven: le cortaron la lengua de castigo.

El zopilote se ofreció a llevar a los dos hijos abandonados por la Madre del Maíz hasta la casa del abuelo si le daban ratones para que comiera; como el mayor pesaba más que el chiquitillo, su vuelo siempre parece desbalanceado. Da vueltas porque busca el hueco que lleva al corazón del cielo –los niños se convierten al final del relato en ardillas.

Los héroes civilizadores y los reyes subterráneos –así les nombra el mismo sabio viejo– pertenecen a una segunda generación de seres que cambian el mundo ya después de que la tierra estaba hecha, cuando los pueblos y lenguas ya estaban divididos y los dioses se habían apartado de este mundo pero aún eran posibles los acontecimientos extraordinarios. Modifican por última vez el paisaje antes de que amanezca, de que el cura les eche la bendición, antes de que salga el sol o suene la primera campanada o canto del gallo: entonces huyen a sus templos o ciudades subterráneas prometiendo volver algún día a la tierra para defender a los suyos. Sus casas se vuelven ruinas arqueológicas y sus seguidores ídolos, pedruscos o sahuaros; su dinero se convierte en hojarasca, carbón o mierda cuando ellos se retiran al inframundo. Pero persisten señales de su paso: tesoros ocultos, árboles, barrancas, petroglifos y hasta el árbol del Tule, que es el bastón de Condoy. Aún se pueden ver las marcas de sus manos, testículos o nalgas en los lugares donde las posaron, las piedras o balas en los montes donde lucharon.

En esta misma categoría, está el Cristo que aparece en los relatos y su huida de los judíos y su afán de esconderse aceleran o atrasan las cosechas –“cuando pregunten por mí digan que me vieron cuando apenas estaban sembrando”. También forma la sal, los peces y los chiles al dejar su sangre, costras o sudor.

El diluvio permite nuevas modificaciones: depende de las circunstancias de quienes se salvaron, así como de su cercanía o apartamiento del relato bíblico. Varios sobrevivientes advertidos suben a su embarcación con los sustentos que pasarán de una era a la siguiente: maíz, calabaza y frijol. Los animales que acompañan al hombre también se transforman: la perra que sube a la canoa se convierte en mujer entre huicholes, tepehuas y huaves y es madre de la raza humana –o también, a veces, dos perros que acompañan al navegante se unen entre sí. El loro, que viajaba encima de la canoa, topa con el cielo y desde entonces camina agachón, como quien tiene miedo de que le peguen desde arriba. Algunos hombres que se salvaron y vuelven a prender fuego ahúman el cielo y enfadan a los dioses, que los convierten en monos. Allí mismo la paloma se pinta las patas de colorado al pararse en la sangre de los muertos; y cuando los dioses mandan mensajeros a ver si ya habían bajado las aguas, el zopilote y el cortamortajas se quedan comiendo la carne de los muertos, mientras que los gavilanes de mar y de tierra regresan diligentes a avisar y, desde entonces, comen presas vivas.

En cuentos autónomos –aunque derivados de mitos– se relata cómo el armadillo tejió con prisa su traje, por chismes de la tepezcuintla, y por eso tiene trozos más sueltos que otros y franjas de distintas anchuras. El zopilote apesta y es prieto porque quemaba la milpa y trabajaba duro: suda y se tizna. El venado le robó su sombrero y sus zapatos al venado para bailar mitote y nunca se los regresó. El tel tolok –iguanita con copete– ganó su cresta en una carrera. Los sapos y las chicharras llaman a la lluvia también en una competencia, como se contó aquí, apenas hace poco.

 

Elisa Ramírez. Socióloga, poeta escritora para niños y traductora. Colaboradora permanente de esta revista.

 

Ramírez, Elisa, “No siempre fueron así II”, Arqueología Mexicana núm. 149, pp. 18-19.

 

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