Jacques Galinier
Según el código olfativo otomí, los olores nauseabundos, más que las fragancias agradables, son los indicadores sensibles de procesos vitales que se repiten de generación en generación, de tal manera que lo apestoso resulta ser un marcador étnico, la huella odorífera de la palabra “sucia” de los ancestros.
Los pueblos mesoamericanos otorgan un papel esencial al olfato, como modo privilegiado de percepción de las características más delicadas y sutiles de los seres del mundo. Entre ellos, los otomíes del México central y oriental se distinguen por valorar la parte aparentemente más asquerosa y repugnante del espectro de los olores, la que concierne a la putrefacción, la descomposición de las materias orgánicas. A lo largo de los siglos, han desarrollado una filosofía de la hediondez que permea todo su sistema cosmológico, su ética, su concepción de la vida y de la muerte, y hasta su propio sistema de parentesco.
La podredumbre, marcador genealógico
En una palabra, para los otomíes, el mundo no existe más que por ser un mundo “podrido”: los humanos son los que cargan esta mancilla y la transmiten de generación en generación. La fetidez es el marcador simbólico de la presencia del pasado en el presente, una huella cosmogónica gracias a la cual se mantiene vigente el orden de las generaciones, es decir, de la muerte como condición de la vida en la tierra. Si examinamos la nomenclatura actual de los términos de parentesco, los que se refieren al orden genealógico, antes del padre, hta, viene el abuelo, šihta, “padre-piel”; sigue el bisabuelo, pøšihta, “viejo-piel-padre”, y finalmente la generación indiferenciada de los ancestros, yašihta, es decir, “podrido-viejo-piel” (sur de la Huasteca). En cada uno de esos términos, aparece el lexema ši, que significa al mismo tiempo piel, envoltura y podredumbre. Es decir que todos los miembros del patrilinaje se conciben como una sucesión de “pieles podridas”, en forma de cebolla. La “podredumbre” ipso facto “apesta”, šün šâ, una característica de las lianas, del monte, šât’øhø, “cerro hediondo”. Es el lugar de predilección de los ancestros, dueños de la olfacción (acción de oler) por excelencia, como lo señala una nariz desmesurada en las máscaras de los “viejos” de carnaval.
Lógicamente, esas figuras se relacionan con la divinidad del fuego, šihta sibi, “el padre podrido que come (si) los excrementos (bi)”. Su numen epónimo es el zopilote (Coragyps atratus) o hpata, “padre caliente”, ancestro fundador de la nación otomí, el cual se orienta en función de la carroña que olfatea, por estar relacionado con la putrefacción y la sexualidad (las mujeres lascivas son denominadas hpata šisu, “mujeres zopilote”). Los miasmas y los gases pútridos de las carroñas o de los vegetales son la prueba de que está en obra un proceso de reproducción vital. El lenguaje ceremonial juega con las metáforas de la hediondez para subrayar su importancia como carácter imprescindible de la actividad sexual. Las secreciones vaginales se consideran fétidas y el aforismo šün šâ pe šün ho (“apesta pero está bueno”) remite a esta dinámica, a la redistribución de la fuerza cósmica a través del coito. Esta constante la comprueban de nuevo los juegos de carnaval, por medio de las travesuras de los “viejos”, los šihta, y de las “damas”, pømbe. Los cantos ceremoniales expresan esta dimensión a la vez lúdica y excremencial del lenguaje “sucio”, que connota todas esas manifestaciones. Los otomíes orientales acostumbran practicar un humor escatológico y autocrítico utilizando la fórmula šün s’o ntø n’yuhu, “el viejo otomí está sucio”, es decir “habla” en nombre del ancestro… para dirigirse a las mujeres núbiles.
Una palabra “apestosa”
En consecuencia, el olor pestilente es el indicio de una redistribución de las sustancias “delicadas”, es decir, las que poseen una fuerte carga simbólica, como los humores y las secreciones corporales, las cuales circulan en el mundo (el perro šâyo, “hueso apestoso”, animal sicopompo, acompaña a los difuntos atravesando un río para llegar a nitu, “lugar de los muertos”). Los olores malos también son significativos de la presencia de animales muertos, cerca de los cuales no se puede comer. Otra característica importante de los excrementos (bi) es que son un signo de riqueza, equivalente al oro, tal como lo defeca el diablo, s’üt’abi šimhoi, un acto creador de un espacio de contaminación “delicado”, es decir sagrado. Esta connotación explica la relación íntima entre los excrementos y el inframundo, es decir, la parte femenina del universo, lugar de la dualidad. El diablo consolida todas esas características, como seductor omnipotente, que captura a las mujeres tal como lo hacen los nahuales. Es la entidad mayor de la cosmología otomí, por ser el intercesor entre el mundo de abajo y el de arriba, y de esta manera encauzar los miasmas que se originan en los cadáveres y los vegetales podridos.
En el ritual, se oye la palabra “sucia” de los “viejos”, palabra odorífera, vista la relación entre el habla y las secreciones seminales (hablar puede significar metafóricamente una desfloración cuando se trata de una palabra “apestosa”). Es una palabra que excita los sentidos, como lo recalca el priapismo (erección continua y dolorosa del miembro viril, sin apetito venéreo) del “viejo padre” y de los diablos. De hecho, los otomíes consideran hediondas las figuras mayores del cosmos, como la pareja primordial (un mito habla del olor a plátano negro del inframundo, es decir, del falo cósmico). El olor fétido indica la presencia de una fuerza activa, que se manifiesta mediante una multitud de seres, del mundo humano, animal, vegetal e incluso mineral. Mantenerla presente es la tarea de los humanos.
Los ancestros son pensados a partir de sus características físicas, sus afectos y sus humores. Si ellos necesitan de una relación estrecha con los vivos, es porque ellos dirigen todos los aspectos de la vida cotidiana. Como otros pueblos mesoamericanos, los otomíes del periodo colonial y hasta la época actual piensan la organización del mundo a partir de binomios, en particular la oposición dinámica entre el ho (lo bueno, lo correcto) y el s’o (lo sucio, lo “delicado”), una oposición que se expresa a través de la dicotomía hombre/mujer, arriba/abajo. En particular, la suciedad remite a los aspectos inmorales de la vida social, a una conducta que no respeta las reglas en vigor en la comunidad, y a la brujería, un fenómeno que satura el espacio colectivo, preocupación constante de los vecinos. La inmundicia connota esos aspectos patógenos o los vómitos, como presencia de una fuerza patógena que “apesta”. ¿Cómo resuelven los otomíes esta aparente contradicción? ¿Cómo venerar lo apestoso, lo fétido, si es el signo de una maldad? Precisamente porque la creación es un fenómeno que debe acompañarse de un derrame indispensable de sustancias sucias, como las menstruas, khi zâna, o “sangre de luna”, que marcan el carácter cíclico del tiempo. Las súplicas rituales del carnaval indican cómo el “padre viejo” viene a regar su sangre (khi o esperma), cuyo olor revela la forma en que el mundo se está recomponiendo.
Jacques Galinier. Antropólogo, doctor por la Escuela de Altos Estudios Superiores de París, investigador emérito del Centro Nacional de la Investigación Científica de Francia y Universidad París Oeste Nanterre La Défense. Se dedica actualmente a un programa de investigación sobre la antropología de la noche.
Galinier, Jacques, “Pensar la hediondez. Una intuición cosmogónica otomí”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp. 56-59.
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