Retrato de lo humano en el arte mesoamericano

Sergio Raúl Arroyo García

 

Y he aquí otra cosa


que llevó a cabo Titlahuacan,


hizo algo que resultó un portento:


se transformó, tomó rostro y figura de un Tohuenyo.

Andando nomás desnudo, colgándole la cosa,


se puso a vender chile,
fue a instalar

se en el mercado, delante de palacio.

Ahora bien, a la hija de Huémac,


que estaba muy buena,


muchos de los toltecas


la deseaban y la buscaban,


tenían la intención de hacerla su mujer.

Pero a ninguno hacía concesión Huémac,

a ninguno le daba su hija

Pues aquella hija de Huémac


miró hacia el mercado


y fue viendo al Tohuenyo: está con la cosa colgando.

Tan pronto como lo vio,


inmediatamente se metió al palacio.


Por esto enfermó entonces la hija de Huémac,

se puso en tensión, entró en grande calentura,

como sintiéndose pobre


del pájaro –miembro viril- del Tohuenyo.

Y Huémac lo supo luego:

ya está enferma su hija.

Dijo entonces a las mujeres que la cuidaban:

"¿Qué hizo, qué hace?


¿Cómo comenzó a entrar en calentura mi hija?"

Y las mujeres que la cuidaban respondieron:

 "Es el Tohuenyo, que está vendiendo chile:

le ha metido el fuego, le ha metido el ansia,

con eso es que comenzó,


con eso es que quedó enferma..."


A lo cual dijo Huémac:

“Venga acá a toda prisa”.


Apresurados fueron los toltecas a traer al Tohuenyo.

lo hicieron venir ante el señor.

[…]

Dijo luego el señor:


"Tú has despertado el ansia a mi hija,

 tú la curarás".

[...]

Y cuando el Tohuenyo entró a verla,

luego cohabitó con ella,


y con esto al momento sanó la mujer.

Enseguida se convirtió el Tohuenyo

 en el yerno del señor.

"La historia del Tohuenyo. Narración
erótica náhuatl", en Miguel León-Portilla, 1959.

 

La lectura de esta narración tolteca no desprovista de humor -el malintencionado portento del dios Titlahuacan, al convertirse en hombre para seducir y perturbar a la heredera de Huémac, en quien despierta un deseo enfermizo- es pretexto para aproximarnos a un tema complejo y apasionante: el antropomorfismo y su representación estética en Mesoamérica, mundo en el que los dioses podían desdoblarse en animales, plantas y hombres, y éstos, a su vez, en depositarios de las fuerzas divinas, prodigio que no dejó de ensalzarse por los más diversos vehículos artísticos y plásticos; un mundo en el que, en suma, el cuerpo humano era el gozne de todo significado existencial, territorio sagrado por excelencia.


Esta revisitación nos recuerda que, muy lejos de simplemente "tener'' un cuerpo - como solemos decir coloquialmente-, somos un cuerpo, pese a que en la sociedad occidental moderna estamos acostumbrados a pensar en él como mero "patrimonio" o simple accidente de la naturaleza. Primero con Nietzsche, durante el crepúsculo decimonónico, y después al mediodía del siglo XX, estudiosos como Jean Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, fenomenólogos existencialistas, reivindicaron al cuerpo como pieza fundamental de la existencia, frontera de nuestro ser e instrumento orgánico gracias al cual somos. El cuerpo, nuestro habitáculo, constituye también un campo de batalla de discursos sociales encontrados.

 

El cuerpo como mensaje

En el arte mesoamericano -más allá de sus múltiples variantes culturales, regionales y temporales, de los cambios en sus cánones ideológicos o estéticos- , la representación del ser humano cumplía esencialmente dos funciones: evocar eventos memorables y emitir para la sociedad y los individuos significados específicos. Al recordar acontecimientos y dar significado con complejos códigos, la representación del cuerpo, con atavíos normados por una iconografía precisa, se trasmutó en portador de una viva semántica, en soporte de la escritura.

No podemos olvidar que, más allá de su obsesión por actuar sobre el cuerpo físico, de lo que dan fe innumerables vestigios de mutilación dentaria y deformación craneana, el ánimo estético de los múltiples pueblos que habitaron Mesoamérica giró en torno a los avatares divinos. Las imágenes ele un cosmos dinámico reflejan la tensión inherente a una dicotomía que desde los comienzos de la civilización les imprimió un sello particular: por un lado, el panteón era fundamentalmente antropomorfo, y cada parte del dios, de sus ornamentos, colores, miradas, tatuajes y peinados eran los signos casi inamovibles de sus atributos propios -de ahí la posibilidad de una iconografía-; por el otro, la carne divina se nutría de la sangre humana y requería la desestructuración del cuerpo, la decodificación de las fuerzas que habitaban cada uno de sus miembros, que regresaban así a su núcleo original: los dioses creadores.

Es posible que el interminable cotejo entre un inobjetable antropocentrismo y la disolución del cuerpo humano en aras de las divinidades marcara su oscilación entre el tenso hieratismo y una delicada sensualidad que evidenciaba el goce de escultores, pintores, orfebres y arquitectos, por contemplar y reproducir posturas, actitudes, vestimenta, accesorios y símbolos de clase, identidad y poderío.

 

Raúl Arroyo García. Etnólogo por ENAH. Director general del INAH.

 

Arroyo García, Raúl, “Ángel María Garibay. A 50 años de su muerte”, Arqueología Mexicana núm. 65, pp. 16-21.

 

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