En el siglo XVI la iglesia católica pasó por uno de sus peores momentos. Los protestantes habían puesto en tela de juicio muchos de sus principios, lo que dio lugar a que se realizara el Concilio de Trento, en el cual se replantearon algunos de los severos problemas del ritual cristiano, entre ellos el del entierro.
La muerte europea en Nueva España
Con la llegada de los europeos, asiáticos y africanos a las nuevas tierras, llegaron también sus animales y plantas. Animales dizque racionales e irracionales compartieron sus enfermedades, y la muerte con sus formas nuevas se apoderó de los espacios. Por supuesto, no distinguió edad, sexo, clase social o nivel de desarrollo. Conforme los españoles fueron ocupando el territorio, los males llegados del otro lado del mar adquirieron carácter de pandémicos: guerra, viruela, sarampión, varicela, tosferina, y el peor de todos: la peste en sus cuatro formas, bubónica, hemorrágica, septisémica y súbita; males con los que el nuevo Dios castigó a los indios por sus herejías pasadas.
Los humanos entendieron que se debía estar preparado para morir en cualquier momento. Después de consumada la conquista de México-Tenochtitlan, se designaron predios para vivir, y a las iglesias y conventos se les dio terreno para guardar a los muertos.
El mundo colonial se dividió política y religiosamente en dos: la república de españoles, o gente de razón, y la república de indios, o gente con alma pero sin razón, lo cual les dio una dimensión pública y privada muy distinta.
Años después el control del territorio se dividió en barrios y parroquias, como en Castilla. Cada parroquia tenía su templo, jurisdicción y parroquianos, a los cuales debía de atender en sus necesidades religiosas tanto para enseñarles la doctrina como para administrarles los sacramentos, que cubrían las ceremonias de “paso” del alma de los feligreses, y entre las que estaba, por supuesto, la final: el entierro.
Las primeras iglesias fueron simples construcciones de palma, en las cuales los españoles oraban y eran inhumados, mientras que a los indios o gente sin razón se les prohibía entrar a los recintos, así que se inventaron las capillas abiertas y a partir de entonces se les sepultó en los atrios. Solamente los caciques, y más tarde los intermediarios entre ambas repúblicas, pudieron tener sus tumbas dentro de los templos.
Mientras la Iglesia católica asentó sus reales, se improvisaron las medidas a tomar, no sin problemas. Por ejemplo: si la fuerza de un altar, además de contener el cuerpo de Cristo, estribaba en resguardar reliquias de los santos, como ya vimos, ¿cómo se les daría calidad a los templos novohispanos, según el Concilio de Trento?
A partir de la segunda mitad del siglo XVI, los restos de santos europeos y asiáticos empezaron a sufrir traslatio, y llegaron entre barco y barco. Cuando arribaron las primeras reliquias, fueron recibidas desde el puerto de Veracruz hasta su destino con arcos de flores, procesiones y oraciones a su paso. Finalmente se les albergó en el Templo de la Santa Enseñanza. A partir de entonces se celebró el Día de los Fieles Difuntos el 2 de noviembre, o sea el día en que se recuerda a todos aquellos creyentes que murieron en el martirio o en la santidad, pero cuyos nombres no están en el calendario. En romerías muy animadas, durante 300 años se llevaron a bendecir a las iglesias “las reliquias de pan y azúcar”, antecedentes de nuestras calaveras de azúcar y pan de muerto, que luego se guardaban como protección anual.
La inquisición y las exequias reales
La muerte, además, fue utilizada como un espectáculo didáctico, obligatorio, aunque festivo y popular. Por una parte, las torturas contra los enemigos de los poderes espiritual o material se realizaban en las plazas públicas, y la Santa Inquisición hacía lujo de su poder en “autos de fe” contra verdaderos y falsos conjurados, como modelo de enseñanza contra el mal.
La otra muerte espectáculo fueron las exequias reales, que sirvieron a todos los creyentes para reflexionar sobre el morir, ya que era el momento en que “la portentosa” igualaba con su guadaña a hombres poderosos, reyes, papas, y con mayor razón a los pecadores comunes. La muerte de los reyes daba origen a una celebración mortuoria pública que se debía efectuar en todos los poblados por orden real.
La celebración fúnebre consistía en un ceremonial luctuoso a un cadáver ausente, en el que participaban absolutamente todos los habitantes del reino. Daba inicio con el toque de campanas a lutos reales en todas las iglesias al unísono, y después las autoridades civiles y religiosas nombraban a un coordinador de la ceremonia, quien se encargaba de organizar todo lo relativo al funeral y la misa de difuntos, los adornos en las calles y el diseño de la ropa de todos los personajes que participarían según su rango, contrataba carpinteros, pintores, poetas, sastres, tejedores, tintoreros, veleros, mensajeros, impresores, etc., y finalmente fijaba el día en que la procesión tendría lugar. El cortejo salía de Catedral y del palacio virreinal con rumbo a algún templo o convento, en el cual se levantaba un túmulo, y con gran pesar y enlutados, pobres y ricos participaban en una marcha que duraba seis horas, en la que se celebraba la misa de exequias frente al túmulo. Para completar la ceremonia se pronunciaba el sermón fúnebre, en el que se hacía referencia a las grandes hazañas realizadas por el personaje fallecido, mismas que se publicaban para conservar su memoria.
Con el paso de los siglos estos espectáculos se fueron engrandeciendo y popularizando, al grado de que los reyes tuvieron que intervenir para prohibir gastos tan suntuosos.
Elsa Malvido (1941-2011). Historiadora. Investigadora del INAH, en donde coordinó, por más de 30 años, el Seminario de Demografía Histórica, el Taller de Estudios sobre la Muerte y el Proyecto de Salud-Enfermedad de la Prehistoria al Siglo XX.
Tomado de Elsa Malvido, “Ritos funerarios en el México colonial”, Arqueología Mexicana, núm. 40, pp. 41-56.
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