Teotihuacan fue una ciudad planeada, como también lo fueron Brasilia y Washington, D.C. Deliberadamente, fue presentada como una suerte de paraíso terrenal, con una geografía sagrada propia. Como apunta Esther Pasztory en Teotihuacan, an Experiment in Living (1997, p. 49), su novedosa y distintiva traza da cuenta de una “nueva y tal vez privilegiada relación con los dioses”.
El trazo rectangular de la ciudad es a la vez grandioso y exacto. La arquitectura muestra un orden armónico y una planeación precisa, ambos arraigados en la cosmovisión mesoamericana. La Pirámide del Sol, por ejemplo, imita a las montañas circundantes y su volumen es equilibrado por la forma de cuatro lados cóncavos de la Ciudadela.
Una línea, paralela al eje principal norte-sur de Teotihuacan (llamado Calzada de los Muertos por los mexicas), parte desde la cima de la Pirámide del Sol y cruza exactamente por el centro geométrico de la Ciudadela. Otros edificios más pequeños, alineados de esta misma manera ceremonial, se ajustan perfectamente a la traza reticular. Coronando el extremo norte de esa traza, y enmarcada por el cerro Gordo, la gran montaña de agua, se encuentra la Pirámide de la Luna. Las excavaciones recientes indican que tal vez sea uno de los edificios más antiguos de Teotihuacan. Además, las dos grandes pirámides se alinean cerca del norte-sur real.
Los restos arqueológicos nos muestran que la cultura teotihuacana tuvo un interés permanente por el simbolismo celeste. Es tal vez en Teotihuacan donde se originaron los diseños de estrellas que vemos en los murales y en la cerámica, los cuales han sido asociados al agua y a la fertilidad, a símbolos bélicos y al planeta Venus. Estos símbolos se difundieron desde Teotihuacan hacia Cacaxtla en el altiplano e incluso hasta la región maya. Un entierro múltiple excavado en el Templo de Quetzalcóatl, en la Ciudadela, muestra un patrón de entierros hacia las cuatro direcciones, los cuales están conformados por los cuerpos de guerreros decapitados, agrupados en conjuntos de 9, 13 y 18, todos ellos números de importancia calendárica. Los diseños labrados con círculos cruzados, que se encuentran dispersos por toda la ciudad, también reflejan importantes números calendáricos. Las serpientes emplumadas que adornan el Templo de Quetzalcóatl llevan tocados de cipactli (lagarto), primer día del calendario panmesoamericano sagrado de 260 días y, por lo tanto, símbolo del inicio del tiempo. Alfredo López Austin y sus colegas creen que el templo fue dedicado al mito del origen del tiempo estructurado y el devenir calendárico.
Como la orientación de Teotihuacan parece contravenir la topografía del lugar, los arqueoastrónomos han buscado una explicación en la bóveda celeste. Las calzadas de la antigua ciudad se alinean sobre dos ejes: el norte-sur, orientado 15° 28’ al este del norte, como se aprecia en la Calzada de los Muertos, y el oriente-poniente, con una orientación de 16° 30’ al sur del este. ¿Por qué se establecieron estos trazos peculiares que contradicen el paisaje natural? Esta alineación, fijada por posiciones clave del Sol y las estrellas sobre el horizonte visible, nos conduce a un cúmulo de significados convergentes, lo mismo cosmológicos que numerológicos.
Para comprobar la hipótesis de que la línea rectora oriente-poniente se orienta astronómicamente, debe determinarse también cuáles astros pudieron haber sido visibles en esa dirección según la latitud, fecha de construcción y elevación del lugar. Una posibilidad verosímil es que se trataba del grupo celeste que los mayas llamaron tzab (cola de serpiente de cascabel) y que nosotros conocemos como Pléyades. Además de que corresponde muy cercanamente a la alineación, este grupo de estrellas en particular cumplió una función importante en Teotihuacan en la época en que se construyó la ciudad. Las Pléyades hacían su reaparición estacional en el día correspondiente al primero de los pasos anuales del Sol por el cenit, los que según testimonios etnográficos eran días de gran importancia para distinguir las estaciones. Así, la aparición en el cielo de las Pléyades servía como anuncio de la llegada del día en que el Sol no proyecta sombras a mediodía. Es más, las estrellas mismas cruzaban muy cerca del cenit de Teotihuacan. Sahagún nos cuenta que los mexicas, herederos de la antigua tradición teotihuacana, celebraban el principio de los ciclos anuales de 52 años –cuando los dioses renovaban el mundo– subiendo al cerro de la Estrella (en Iztapalapa) para ver cruzar las Pléyades en el firmamento.
Sobre este mismo eje, visto desde lo alto de la Pirámide del Sol, el Sol se pone el 29 de abril y el 12 de agosto. De aquí se deduce una segunda hipótesis astronómica acerca de la orientación del trazo de Teotihuacan. Estas fechas debieron haber sido significativas, pues media entre ellas un lapso de 260 días, durante los cuales el Sol se pasa al sur del eje para ponerse por el norte los 105 días restantes. Más aún, el eje oriente-poniente de la ciudad marca también el crepúsculo de los 40 días posteriores al equinoccio de primavera y los 20 días anteriores al paso por el cenit (los intervalos se invierten cuando el Sol regresa al sur). Los etnólogos afirman que entre los mayas jacaltecas la única división del año que se reconoce es de 40 días (dos uinales o meses de 20 días), que ellos llaman “pasos del año”. Las prominencias del horizonte de Teotihuacan tal vez se utilizaron como marcadores de estos puntos relevantes en el calendario.
Anthony F. Aveni. Profesor de astronomía y antropología en la Universidad Colgate. Autor de Mystery of the Giant Ground Drawings of Ancient Nasca, Peru, y la edición corregida y aumentada de Skywatchers of Ancient Mexico, que serán publicados por la Universidad de Texas.
Tomado de Anthony F. Aveni, “Tiempo, astronomía y ciudades del México antiguo”, Arqueología Mexicana, núm. 45, pp. 22-25.
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