Vientos de creación, vientos de destrucción. Los dioses del aire en las mitologías náhuatl y maya

Élodie Dupey García

La ciencia define el viento como un fenómeno que resulta del calentamiento de la atmósfera por el Sol, el cual desemboca en un cambio de densidad del fluido atmosférico y en desplazamientos de aire que se convierten en grandes corrientes planetarias. Sin embargo, este fenómeno tiende a parecer activo porque ocasiona el movimiento de otros elementos naturales, como las nubes y el agua, pues el viento es el actor principal de la oxigenación de los océanos y de los lagos, por la agitación de sus superficies. Por consiguiente, el viento suele ocupar un lugar sobresaliente en las cosmovisiones elaboradas por las sociedades humanas a lo largo de su historia, al ser, a menudo, ideado como el agente principal del dinamismo de los sistemas meteorológicos. Las antiguas sociedades mesoamericanas no fueron la excepción. Dado que su economía esencialmente agrícola dependía de la alternancia entre las estaciones secas y de lluvias, registrar el tiempo que hizo, observar el tiempo que hace y pronosticar el tiempo que hará, eran actividades primordiales en las cuales se prestaba especial atención a la acción del viento, porque desplaza las nubes cargadas de precipitaciones. Como prueba de ello destaca la descripción que, en el siglo XVI, los herederos de la civilización náhuatl prehispánica le proporcionaron a fray Bernardino de Sahagún acerca de su dios Quetzalcóatl, quien era “el viento, la guía, el que barría el camino para los Tlaloque, para los dueños del agua, para los que traían la lluvia”. En tiempos prehispánicos, entonces, los nahuas del Centro de México incorporaron el viento a su cosmovisión, bajo la forma de una entidad divina con el poder de anunciar y traer el agua celeste. El dios del viento en las cosmogonías mesoamericanas. En la antigua Mesoamérica, sin embargo, los dioses del aire no eran solamente agentes de la llegada anual de las lluvias y, por ende, del buen funcionamiento del universo, sino que jugaban también este papel en los mitos cosmogónicos. La mitología náhuatl narra así que, en los albores del mundo, el dios del viento estuvo en el origen de la alternancia entre el día y la noche. Cuando se creó la quinta era cósmica en Teotihuacan, el Sol y la Luna se encontraban juntos e inmóviles en el cielo. Los dioses se ofrecieron en sacrificio, lo que confirió a Ehécatl, el viento, la fuerza suficiente para soplar a través de su máscara bucal y poner en movimiento al Sol, primero, y después a la Luna. Así fue como al insuflar dinamismo a los astros, el dios del viento estableció la sucesión de los días y de las noches; en otras palabras, puso en marcha el cosmos.

Y ésta no fue una acción aislada: los mitos nahuas relatan que solo o en compañía de otras deidades, como Tezcatlipoca y Huitzilopochtli, el dios del viento tuvo a su cargo toda la génesis o las creaciones mayores, como las del cielo, la tierra, el calendario y el fuego, así como la obtención del maíz y del maguey. Fue también el creador del hombre. Las fuentes del siglo XVI narran que Quetzalcóatl emprendió la búsqueda de los huesos de las generaciones pasadas en el inframundo y después se sangró el pene sobre los huesos molidos para recrear la humanidad. También lo designan como el responsable del nacimiento de cada ser humano, porque era la deidad que, junto con la pareja divina primordial, generaba la chispa que se introducía en la mujer para que concibiera un bebé. Además, según el mito de creación de las flores, Quetzalcóatl transformado en murciélago propició la fertilidad femenina, al romper el himen de la diosa Xochiquétzal o al provocar su primera menstruación. De estos episodios míticos partió Alfredo López Austin para definir a Quetzalcóatl como el extractor en la mitología náhuatl, porque se trata de una divinidad cuya función consiste en provocar el paso de los bienes divinos –el fuego, el maíz, las flores, etc.– del mundo de los dioses al de los hombres. Otra de las acciones esenciales de Quetzalcóatl consistió, después de la creación del mundo, en garantizar la separación del cielo y de la tierra, al convertirse en uno de los árboles que cargan la bóveda celeste. Esta función la compartía con el dios del viento mixteco y con los Bakab, que eran los dioses del viento de los mayas yucatecos. El cronista López de Cogolludo revela, en efecto, que éstos “Fingian otros Diofes, que fuftentaban el Cielo, que eftribaba en ellos: fus nombres eran Zacal Bacab [Bakab Blanco], Canal Bacab [Bakab Amarillo], Chacal Bacab [Bakab Rojo], y Ekel Bacab [Bakab Negro]. Y eftos dezian, que eran tambien Diofes de los vientos”. Las creencias relativas al origen de estas deidades las acercan asimismo a Quetzalcóatl, pues Bartolomé de las Casas presenta a los Bakab como hijos de los dioses primordiales Itzam Na e Ix Chebel Yax, mientras que, según la Historia de los mexicanos por sus pinturas, Quetzalcóatl nació de la pareja primordial nahua formada por Tonacatecuhtli y Tonacacíhuatl. Esta misma fuente explica que Quetzalcóatl y Huitzilopochtli –sustituido a menudo por Tezcatlipoca– fueron comisionados por sus hermanos para crear el mundo. De la misma manera, Eric Thompson argumenta que los Bakab eran no sólo los cargadores del cielo, sino también los instigadores de la cosmogonía maya. Y es cierto que en textos coloniales como el Chilam Balam de Chumayel y el Ritual de los Bacabes, los dioses que llevan el nombre de Bakab, o su variante de Pawahtun, son mencionados en cantos y relatos con acentos de mito cosmogónico, donde son los agentes de la creación.

Élodie Dupey García. Investigadora del IIH de la UNAM. Doctora en historia de las religiones por la École Pratique des Hautes Études de París. Se especializa en la historia cultural del México prehispánico, principalmente en las categorías, creencias y prácticas resultantes de la interacción del hombre con su entorno en la cultura náhuatl prehispánica.

Dupey García, Élodie, “Vientos de creación, vientos de destrucción. Los dioses del aire en las mitologías náhuatl y maya”, Arqueología Mexicana, núm. 152, pp. 40-45.

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