En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo se refiere en cinco ocasiones a un grupo de “grandes oficiales” de la orfebrería, a quienes denomina de manera enigmática como los “plateros del gran Montezuma”. El soldado español se limita a explicarnos que el soberano mexica “destos tenia tantos y tan primos en un pueblo que se dice Escapuzalco, una legua de Méjico”, lugar que por ello “solíamos llamar el pueblo de los Plateros”.
En uno de dichos pasajes, Díaz del Castillo nos cuenta que Hernán Cortés mandó llamar a estos orfebres a la ciudad de Tenochtitlan, tras haber descubierto accidentalmente en una cámara secreta del palacio de Ayaxácatl el tesoro que Moctezuma había heredado de sus antepasados. En cuanto llegaron a la isla, el capitán les ordenó arrancar sin miramientos el oro que engalanaba imágenes divinas, armas, divisas y ornamentos de toda índole, elaborados éstos con plumas preciosas, maderas finas, pedrería, ámbar, textiles y otros materiales que los europeos despreciaron mandándolos directamente a la hoguera.
…y para verlo y quitarlo [el oro] de sus bordaduras y donde estaba engastado tardamos tres días, y aun para quitarlo y deshacer vinieron los plateros de Montezuma de un pueblo que se dice Escapuzalco. Y digo que era tanto, que después de deshecho eran tres montones de oro, y pesado hubo en ellos sobre seiscientos mil pesos... Y se comenzó a fundir con los indios plateros que dicho tengo, naturales de Escapuzalco, y se hicieron unas barras muy anchas de ello, de medida como de tres dedos de la mano el anchor de cada barra (Díaz del Castillo, 1969, p. 188).
A la hora de distribuir el metal amarillo, Cortés adjudicó el consabido quinto al monarca español, otro tanto para sí y una suma indeterminada para subsanar gastos varios de la expedición. Al final y tomando como base la jerarquía individual, el capitán dividió el remanente entre sus hombres. A los soldados de a pie les tocó una suma irrisoria, por lo que algunos se negaron a recibir una dádiva que nada tenía que ver con sus mayúsculos esfuerzos y, sobre todo, con sus expectativas. Lo interesante del caso es que, terminado el reparto, los conquistadores requirieron de nueva cuenta los servicios de los orfebres azcapotzalcas, aunque ahora para que les confeccionaran a pedido individual “joyas de muchas diversidades de hechuras”, “grandes cadenas de oro y otras piezas de vagillas para su servicio”.
Tomado de Leonardo López Luján, Jorge Arturo Talavera González, María Teresa Olivera, José Luis Ruvalcaba, “Azcapotzalco y los orfebres de Moctezuma”, Arqueología Mexicana núm. 136, pp. 50 – 59.