Blas Castellón Huerta, Patricia Salgado Serafín, Ivonne Pérez Alcántara, Hugo Huerta Vicente
El hallazgo del entierro de Santo Nombre, Puebla, indica que los cultos a los dioses del agua y la vegetación, tan arraigados en el pensamiento mesoamericano, estaban sujetos a variantes locales que aportaban sus propias interpretaciones de este ritual.
El 4 de noviembre de 2010, mientras realizábamos las calas de exploración del edificio piramidal que cierra por el lado oeste la Plaza Central del sitio de Santo Nombre, asentamiento del sureste de Puebla, cerca de Tlacotepec de Juárez, se encontró un enterramiento que desde el principio pareció poco común respecto a los contextos que hasta entonces habíamos observado en el sitio.
Prácticamente incrustados entre los primeros escalones del edificio mencionado, y a escasos 40 cm de profundidad, fuimos descubriendo los restos óseos de un infante. Se trataba de un entierro primario y directo, colocado inmediatamente debajo de una capa de humus superficial, cuyas piernas estaban flexionadas de modo que se encontraron primero sus rodillas (fig. 2d).
Fue colocado en posición sedente, pero recostado, de tal manera que tanto la cadera como los pies recogidos quedaron sobre la huella del quinto escalón, de 45 cm de ancho, contando desde el piso de la plaza hacia arriba, mientras que la parte del tórax y la cabeza reposaban sobre el peralte y la huella del siguiente peldaño hacia arriba, es decir, sobre el sexto escalón. Hay que notar que este último escalón fue roto a propósito, para colocar la parte superior del cuerpo de modo que las rodillas levantadas quedaron en la misma línea horizontal que su cuello. La colocación del entierro en el primer tramo de la escalera no fue exactamente hacia el centro, sino que se dispuso a un metro escaso de la alfarda norte. El ancho total de la escalera es de 3.75 m, y de 6.25 m contando las alfardas laterales. Aunque el cuerpo originalmente tenía las piernas recogidas, éstas se habían deslizado hacia adelante por lo cual, deliberadamente, detuvieron sus pies mediante una piedra grande colocada en el cuarto peldaño, a fin de mantener la posición del cuerpo (fig. 2f).
El cuerpo fue orientado igual que la fachada oeste de este edificio, a 294°, con la cabeza girada hacia el noroeste, más o menos hacia los 340°, y el tórax ligeramente reclinado hacia su lado derecho, posiblemente mirando en dirección a alguno de los grandes volcanes: el Poyauhtécatl (Pico de Orizaba) o el Matlalcueye (La Malinche). Sus brazos estaban a los lados del cuerpo, con los codos levemente flexionados, la palma de la mano derecha hacia abajo y la izquierda sobre su regazo, con la palma de la mano extendida hacia arriba (figs. 2d, 2e).
Sobre esta última mano se encontraron varios restos óseos de ave, de las cuales se identificaron dos especies: las extremidades posteriores de cuatro ejemplares de gavilán de pecho blanco (Accipiter striatus), y de una codorniz arlequín (Cyrtonyx montezumae), sólo el cráneo y parte del pico. A partir del análisis realizado por la bióloga Norma Valentín, se determinó que esas aves tuvieron un tratamiento taxidérmico, es decir, que la piel fue preparada retirando las partes blandas del cuerpo, dejando algunas marcas de cortes en los huesos. Por ello, es posible que los restos de ave fueran transformados en pequeñas bolsas que sirvieron para guardar algún objeto perecedero que se degradó sin dejar rastro alguno. También se halló una cuenta globular de piedra verde de 0.7 cm de diámetro, con perforación cónica hecha por desgaste. Se encontraba entre el esternón y la columna. Esta cuenta pudo haberse desplazado hasta ahí a través de la cavidad bucal.
Las extremidades inferiores del individuo aún estaban flexionadas hacia el cuerpo en la posición sedente, y sobre ambos tobillos portaba ajorcas elaboradas con varios materiales fibrosos y cascabeles cuyo deterioro había formado una masa de óxido sobre los huesos de la tibia y el peroné. De acuerdo con el estudio de Fabiana Portoni y Diana Medellín, se trata de una base de textil de algodón y petate de palma, sobre la cual se colocaron dos tiras de papel amate y sobre éste, un total de 69 cascabeles periformes de falsa filigrana hechos con una aleación de cobre, arsénico y plomo, muy común en los cascabeles que se han hallado en la Cuenca de México. Estos cascabeles presentaban distintos grados de corrosión, estaban atados con cintas de cuero a la base de la ajorca, y en cada tobillo fueron colocados en dos filas inferior y superior: 35 en el tobillo izquierdo y 34 en el tobillo derecho (figs. 2a, 2c).
Reutilización de un contexto antiguo
La estructura sobre la cual se encontró el entierro mide 36.5 m de frente, 20 m de ancho y 9 m de altura, y consta de cuatro cuerpos en distintos niveles. El cuerpo inferior, de 2.75 m de alto, cuenta con un largo talud de 1.50 m, sobre el cual descansa un tablero de doble moldura cerrada de 1.25 m de altura y del que aún se conservan sus detalles al lado de la alfarda de 1.25 de ancho. Este edificio es peculiar porque tiene dos vistas casi idénticas hacia el este y oeste, ambas con escalinatas centrales amplias, con alfardas rematadas en bloques monolíticos (fig. 2e). El entierro se colocó en la fachada oeste que mira de frente a una amplia plataforma aún no explorada, con la cual forma un pasillo de 20 m de ancho. Para colocar el entierro se debieron romper parte de los escalones y el estuco que los cubría. De hecho, al colocarlo así se rompió parte de la huella del sexto escalón a fin de acomodar ahí la cabeza del infante. Al momento de la inhumación, hacia 1500 d.C., no se sabía bien donde se estaban depositando los restos, ya que para entonces el edificio debió tener el aspecto de un montículo abandonado y no era posible saber con exactitud dónde se encontraba la alfarda o el centro de la escalera, aunque sí se sabía que lo colocaban sobre escalones. Además, la plaza tiene un azolvamiento cercano a los dos metros, y aunque hace 500 años debió ser menor, seguramente no era posible conocer el nivel de la plaza y el arranque de la escalera, de modo que se buscó una ubicación aproximada hacia el centro y en el primer tercio de altura de abajo hacia arriba. Por la presencia de los cascabeles, de uso más amplio hasta el Posclásico Tardío, resulta evidente que el entierro referido no es contemporáneo del edificio donde se depositó; existe entonces una marcada diferencia temporal entre el cierre ritual del edificio y la colocación del infante con su ajuar sobre las escaleras. Lo cierto es que el entierro se depositó en una construcción que tenía no menos de ocho siglos de haber culminado su función.
Este último detalle le da una importancia particular al contexto, ya que se trata de una reutilización, muy común en la Mesoamérica, de espacios muy antiguos como repositorios de entierros y ofrendas, lo cual está relacionado con la costumbre análoga de utilizar objetos más antiguos en espacios rituales muy posteriores en tiempo. La estructura piramidal fue construida y utilizada durante el Clásico, y de acuerdo con los artefactos recuperados en la exploración al pie de este y otros edificios del sitio, debió practicarse un cierre o clausura ritual hacia 550 d.C., para lo cual se colocaron en ambos frentes muchas cuentas de piedra verde, conchas y caracoles, pequeños objetos de barro en miniatura, puntas y punzones de obsidiana, figurillas y restos de incensarios. Todos estos elementos fueron rotos y quemados a propósito, y junto con ellos, buena parte de las piedras de la fachada se desmontaron y arrojaron al frente para sellar el contexto. Al menos en otras cuatro estructuras exploradas de Santo Nombre, hemos comprobado la existencia de este patrón. Hasta ahora, sabemos que su época principal de ocupación se dio entre 250 a.C. y 650 d.C., es decir, pertenece al Formativo Terminal, y es contemporáneo del desarrollo de Teotihuacan durante el Clásico Temprano y el Medio, además de que su arquitectura adoptó el estilo teotihuacano en varios conjuntos arquitectónicos.
Esto nos plantea el problema de saber si quienes realizaron la inhumación conocían la antigüedad del sitio, o sólo era una costumbre realizar este tipo de rituales en lugares que por su profundidad histórica eran considerados sagrados. Existe un sitio del Posclásico muy cercano al lugar del hallazgo, sobre una loma, 800 m al sur. Ahí se encuentra aún en pie buena parte de un edificio piramidal con dos cuerpos formados por muros rectos en el inconfundible estilo de los templos del Centro de México y la región de Puebla-Tlaxcala durante periodos más tardíos; en varias partes de Santo Nombre es frecuente encontrar restos cerámicos del Posclásico, por lo cual cabe suponer que los habitantes tardíos de este lugar tenían al sitio del Clásico como un importante espacio de veneración y prácticas rituales.
Otros detalles hacen el hallazgo particularmente significativo en el marco de los sistemas rituales mortuorios del Posclásico, en el que los restos de infantes sacrificados son comunes. Es notable el caso de la ofrenda 48 del Templo Mayor de Tenochtitlan, donde se hallaron restos de más de 40 niños entre dos y siete años de edad con objetos asociados a las deidades del agua. Aunque la presencia de ajorcas con cascabeles es común a muchos dioses asociados con el fuego y la guerra, como en el caso de Huitzilopochtli y Tezcatlipoca, quienes portan cascabeles de metal en los tobillos y otras partes del cuerpo, en los códices es mucho más común su representación en dioses de la lluvia y del pulque como Tláloc, Chalchiuhtlicue, Pathécatl, Tecciztécatl, Tezcatzóncatl, etc., a veces con cascabeles de oro o cobre, y a veces con caracolillos de Olivela, que cumplen la misma función. En los atavíos de la diosa de los salineros, Uixtocíhuatl, Sahagún dice claramente que “…tenía en las gargantas de los pies atados cascabeles de oro o caracolitos blancos […] ingeridos en una tira de cuero de tigre, cuando andaba, hacían gran sonido”. El hecho de que los cascabeles hallados sean semejantes a los usados en el Centro de México, geográficamente cercano al sureste de Puebla, es indicador de que podían ser obtenidos por las elites locales mediante el intercambio directo o en mercados regionales cercanos como el de Tepeaca.
¿Personificación de un tlaloque?
Debe señalarse que se trata del entierro de un niño, aunque no fue posible determinar el sexo. De acuerdo con el análisis óseo realizado por Josefina Bautista, sabemos que el individuo tenía entre seis y ocho años de edad, y sus restos se encontraban en buen estado, aunque posiblemente padeció enfermedades infecciosas y cierto grado de desnutrición que no mermaron su capacidad de recuperación. Aunque no existen evidencias de corte en los huesos, cabe la posibilidad del sacrificio por degollamiento o ahogamiento en agua. La posición, su ajuar y el contexto elegido hacen pensar que se trató de un caso excepcional de ofrenda consagrada a las deidades del agua y la lluvia.
El hecho de ser un infante lo acercaría a las deidades del agua, como era frecuente en niños pequeños que, como se sabe, eran sacrificados en distintas fiestas del ciclo agrícola. Pero si el niño en vida padeció episodios patológicos frecuentes, tal vez al morir fue dedicado también a los dioses de la guerra y la sequía. Durán señala que las mujeres que tenían niños enfermos acudían al templo de Tezcatlipoca y los ofrecían a este dios para evitar que les enviara sequías, hambres y esterilidad. No obstante, nos parece que hay más elementos para pensar que se trata de una ofrenda mortuoria dedicada a los dioses de la lluvia. En segundo lugar, el entierro se colocó deliberadamente en un edificio de mayor antigüedad, más aún, en un sitio con muchas construcciones de épocas anteriores que sin duda era considerado peligroso y sagrado, equivalente a la morada de los dioses del inframundo, que también son los patronos del agua y la vegetación. Su ubicación hacia la parte media de un montículo señala la intención de ofrecer al infante como una especie de don que debía ser visto u observado por los seres sagrados del lugar, a la manera de un pequeño altar dedicatorio, lo cual motivó que se irrumpiera en parte del edificio antiguo, con la consecuente solicitud ritual de permiso para realizar un acto tan riesgoso desde el punto de vista sagrado. En tercer lugar, un detalle muy importante es la posición general del cuerpo tendido en esta especie de nicho. Llama la atención la posición sedente con las rodillas recogidas hacia el tórax y las manos a ambos lados de las piernas, con el tórax recostado y la cabeza girada hacia un lado. Esto recuerda de manera general la postura del personaje conocido como Chac Mool, cuyos distintos atributos a lo largo de Mesoamérica son aún objeto de polémica en cuanto a su significado y funciones litúrgicas. Aun así, cabe señalar que varias de esas esculturas han sido encontradas en asociación con las plataformas de edificios y frente a los templos, donde estaban a la vista de la gente y donde eran parte de las actividades rituales (fig. 2b).
De acuerdo con el estudio sobre las imágenes de este tipo para el caso de los mexicas, López Austin y López Luján (2001) han observado que la mayoría de esas imágenes sin duda tienen rasgos asociados con Tláloc y con las deidades de la lluvia, así como con las enfermedades de origen frío (parálisis facial, artritis), que a su vez están asociadas con los cerros y los tlaloque que los habitan. En los casos documentados en Tenochtitlan, este personaje porta atributos como orejeras rectangulares, nariz en torzal, anteojeras y pintura facial y corporal directamente relacionada con Tláloc, pero también lleva ajorcas en los tobillos con chalchihuites y caracoles a manera de cascabeles, a veces pintados de color ocre. Los ejemplos conocidos no siempre llevan la vasija o pequeño altar sobre las manos, que adoptan distintas posiciones, y en el regazo se pueden colocar diversos dones como plantas, flores, plumas, copal, etc. En el caso presente, sabemos que se trata de al menos dos pequeñas bolsas hechas a partir de pieles de ave, que pudieron contener pequeñas ofrendas a los dioses. En muchas comunidades tradicionales de Puebla y Oaxaca, es costumbre poner al difunto una bolsa con diversos objetos que necesitará en su viaje al inframundo: frutas, carne, sal, frijol y cuerdas, entre otras. Resulta por tanto probable que el infante enterrado en Santo Nombre sea la representación de un tlaloque o ayudante del dios de la lluvia y el relámpago. Su colocación sobre la escalera, de manera transversal a los escalones, también recuerda la posición de las esculturas de la etapa III del Templo Mayor de Tenochtitlan, que han sido igualmente relacionadas con tlaloque y deidades del pulque y la vegetación, entre otros. En cuanto a los cascabeles, su simbolismo está muy relacionado con el sonido que producen, a su vez asociado a las deidades del viento y la lluvia, cuyo sonido emulan durante las danzas rituales. Las variantes simbólicas de estos elementos, a veces nombrados en náhuatl coyolli, otras oyohualli, y otras más tzitzilli, deben ser muy amplias, ya que aparecen en contextos funerarios como el entierro de un mercader ilustrado en el Códice Magliabechiano (fig. 1), en danzas rituales y en los atavíos de muchos otros dioses. Cuando se trataba de cascabeles metálicos de oro o cobre, tenían formas alargadas o globulares, y distintas aleaciones que también debieron ser para determinadas ocasiones, además de que existieron cascabeles de barro y sonajas de concha. En este caso, la falsa filigrana, que simula un objeto hecho con vueltas de un hilo de metal, la forma de pera alargada, y la aleación de arsénico y plomo con cobre, posiblemente indiquen su origen en la región del Balsas en Guerrero o Michoacán, pero debieron ser objetos de intercambio en mercados regionales, u obtenidos mediante el trato con pochtecas o mercaderes.
La profusión de cascabeles en este caso es muy llamativa, y tal vez inusual, tratándose de un entierro perteneciente a una comunidad que existió en vísperas de la conquista y posiblemente sometida a la Triple Alianza. Resulta notable la colocación de esos ornamentos sobre una base que se observa en los códices, pero que es difícil recuperar en una excavación arqueológica. A partir de este hallazgo, sabemos de qué materiales estaba compuesta esa base, que igual se fabricaba para brazaletes y pequeños collarines colocados sobre el pecho, como se observa en documentos pictográficos. Debemos suponer que el entierro y la ofrenda debieron ser de gran importancia para los habitantes de la zona, ya que tuvieron acceso a bienes de prestigio, como los cascabeles, que no eran fácilmente accesibles. Su ubicación en este antiguo sitio señala también la veneración de que siguió siendo objeto el lugar después de muchos siglos.
Blas Castellón Huerta. Doctor en antropología por la unam. Arqueólogo de la Dirección de Estudios Arqueológicos, inah, miembro del Sistema Nacional de Investigadores, coordinador del Proyecto Teteles de Santo Nombre, Puebla.
Patricia Salgado Serafín. Pasante de arqueología por la enah, colaboradora del Proyecto Teteles de Santo Nombre, Puebla.
Ivonne Pérez Alcántara. Arqueóloga por la enah, candidata a la maestría en estudios mesoamericanos por la unam, colaboradora del Proyecto Teteles de Santo Nombre, Puebla.
Hugo Huerta Vicente. Pasante de arqueología por la Universidad Veracruzana, colaborador del Proyecto Teteles de Santo Nombre, Puebla.
Castellón Huerta, Blas, Patricia Salgado Serafín, Ivonne Pérez Alcántara, Hugo Huerta Vicente, “Un entierro infantil con cascabeles en Santo Nombre, Puebla”, Arqueología Mexicana núm. 126, pp. 68-72.
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