Intercambio y circulación. Comercio y tributo del oro

Timothy B. King

El brillo, la durabilidad y la iconografía de los ornamentos de oro, así como la facilidad para transportarlos, los convirtieron en objetos que circularon ampliamente en Mesoamérica, ya fuera como regalos, ofrendas, artículos para el comercio, tributo o botín de guerra.

 

El oro circuló en Mesoamérica desde que fueron encontradas las primeras pepitas entre la arena de los lechos de los ríos, los llamados placeres. Cuando los artesanos aprendieron a derretir y forjar el oro, primero martillándolo y luego fundiéndolo, para crear ornamentos resplandecientes y sonoros cascabeles, el oro pasó a ser uno de los materiales más deseados y preciados, junto con los chalchihuites, el jade, la turquesa o las plumas de quetzal usados para crear objetos suntuarios destinados a las elites prehispánicas. La capacidad de fundirse y la maleabilidad del oro permitieron elaborar objetos con imágenes simbólicas y religiosas muy complejas. Esas cualidades, aunadas a su portabilidad, permitieron una gran circulación de los ornamentos de oro; Alfonso Caso afirmó que la procedencia de un objeto de oro no siempre indica el lugar donde fue hecho.

 

La práctica de regalar y hacer ofrendas

La práctica de regalar fue común entre las elites prehispánicas de Mesoamérica, como parte de embajadas diplomáticas, alianzas, entronizaciones, festividades religiosas, exequias o de otros acontecimientos relevantes. Los ornamentos de oro –por su atractivo visual, su escasez, la habilidad que se requiere de los orfebres para producir múltiples formas– se convirtieron pronto en prerrogativa de las elites mixtecas, tal como relata fray Francisco de Burgoa; o de las purépechas, como se anota en la Relación de Michoacán. Se ilustra con frecuencia la entrega de regalos y ofrendas en códices mixtecos como el Bodley, el Colombino o el Selden, donde aparecen acontecimientos que van desde alrededor de 900 d.C. hasta la conquista.

Los objetos de oro hallados en el Cenote Sagrado de Chichén Itzá fueron ofrendas provenientes de Centroamérica y otras partes de Mesoamérica a partir del siglo VIII; representan un caso del transporte de ornamentos de oro a lo largo de grandes distancias. En la Relación de Michoacán se narra cómo a fines del siglo XIV y principios del XV, Hiripan, Tangaxoan e Hiquíngare, los tres sucesores de Tariácuri, fundador mítico del Estado purépecha, ofrendaron a los dioses Curicaueri y Xarátanga todo el oro y las joyas que habían capturado hasta entonces. Asimismo, comenzaron a incluir objetos de oro y otros igualmente valiosos en los entierros de sus reyes.

Los mixtecos emplearon también ornamentos de oro en los entierros de sus gobernantes, como se ve en la Tumba 7 de Monte Albán y en las dos tumbas de Zaachila, que contenían una gran cantidad de collares, pendientes, anillos, orejeras, narigueras y otros objetos de oro; era el tesoro reunido por los importantes personajes allí enterrados, o el que se les ofrendó.

En el siglo XV, al expandirse el imperio de la Triple Alianza –formada por tenochcas, acolhuas y tepanecos–, cuando los gobernantes querían premiar por su lealtad a los miembros de las elites de la Cuenca de México o de otras provincias, les regalaban objetos suntuarios en vez de darles tierra o esclavos. Esto llevó a un notable incremento en el obsequio de esos ornamentos. El cronista fray Diego Durán consigna las varias ocasiones en que un gobernante de la Triple Alianza presenta regalos de objetos preciosos, entre ellos los de oro, al visitar a los nobles; por ejemplo, durante las celebraciones que conmemoran la victoria de Axayácatl (1469-1481) sobre los matlatzincas del valle de Toluca hacia 1476, así como las de la coronación del gobernante Ahuítzotl (1486-1502). Las elites de las provincias se sentían obligadas, por supuesto, a retribuir a los gobernantes de Tenochtitlan con otros objetos preciados.

La costumbre aumentó entre las elites mismas, y la práctica del regalo se fortaleció notablemente con objetos de oro y otros materiales preciosos que circularon desde Tenochtitlan hacia las provincias, en las provincias mismas y de éstas hacia Tenochtitlan. También se otorgaban objetos preciosos como recompensa a los guerreros vencedores y por algún logro relevante a los pochtecas –comerciantes que cubrían grandes distancias trabajando para Tenochtitlan–, como cuando Ahuítzotl premió con bezotes de oro a un grupo de pochtecas  que, sitiados por los pueblos de Anáhuac en Cuauhtenanco, lograron escapar y regresar a Tenochtitlan con un gran botín arrancado a los enemigos, mismo que ofrendaron al dios Huitzilopochtli.

Si bien las leyes dictadas por Moctezuma Ilhuicamina (1440-1469) prohibían el uso público de los ornamentos, al parecer se ostentaban en privado o en el campo de batalla. Bernal Díaz del Castillo escribió que “caciques y principales de México y de Guatemuz” contaron a los españoles que muchas personas de Tenochtitlan y de las regiones aledañas colocaron ofrendas de oro y otros objetos preciosos en los cimientos del Templo Mayor cuando fue construido. De hecho, en la parte sur del templo dedicado al culto de Huitzilopochtli fueron encontradas diez ofrendas votivas que contenían 95 piezas completas de oro.

 

El comercio de oro

 Obedeció a la creciente demanda de ornamentos. Para poder cubrir esa demanda de objetos suntuarios requeridos por las elites, se establecieron extensas redes de intercambio de tales bienes –oro en polvo y ornamentos de oro– que incluyeron mercados locales, mercaderes regionales y pochtecas.

 Los ornamentos de oro se compraban a los orfebres o a intermediarios para ser vendidos en mercados públicos como el de Tlatelolco desde épocas tan tempranas como la del reinado de Cuauhtlatoa (1428-1460), tercer gobernante de esa ciudad mexica. Hernán Cortés y Díaz del Castillo escribieron sobre los ornamentos y el polvo de oro que se vendían en el mercado. Otros lugares donde era posible adquirir oro eran Coyoacan, Cholula, Texcoco, Tepeácac y Coixtlahuaca.

Fray Bernardino de Sahagún cuenta que los pochtecas  viajaban a Xicalanco, en la frontera entre Tabasco y Campeche, para vender joyas y piedras preciosas a las elites de aquellos lugares; llevaban coronas y collares para los hombres, y orejeras, vasijas y husos para las mujeres.

La mercancía se transportaba a pie, por supuesto, y era llevada a cuestas por cargadores; todas las transacciones se hacían por trueque, usando mantas de algodón (cuachtli ) o, con menos frecuencia, el polvo de oro que se guardaba en los canutos de las plumas. Sabemos, porque se registra en el Códice Mendoza, que ciertas ciudades- Estado como Yoaltépec y Tlachquiauhco, ambas en Oaxaca, fueron tributarias de oro aunque no lo hubiera en sus territorios; por lo tanto, para cubrir con las cuotas requeridas se vieron obligados a intercambiar otros bienes o a trabajar para las ciudades-Estado donde había oro. La extensión de esas redes era enorme, abarcaba depósitos de oro como los de Oaxaca, Guerrero y la costa de Occidente, y llegaba hasta las ciudades-Estado de Mesoamérica. No resulta clara la escala de las transacciones, pero debe haber sido sustanciosa, sobre todo en los últimos 30 o 40 años de la Triple Alianza.

 

 

Timothy B. King. Maestro en historia del arte prehispánico por la Universidad de Columbia, y maestro en ciencias naturales por la Universidad de Cambridge. Investigador independiente especializado en metalurgia y joyería de oro de la antigua Mesoamérica.

 

King, Timothy B., “Intercambio y circulación. Comercio y tributo del oro”, Arqueología Mexicana núm. 144, pp. 24-30.

 

Texto completo en la edición impresa. Si desea adquirir un ejemplar:

http://raices.com.mx/tienda/revistas-el-oro-en-mesoamerica-AM144