Ximena Chávez Balderas
El tema del sacrificio humano en Mesoamérica solía abordarse a partir de las fuentes históricas y la iconografía. En las últimas décadas su estudio ha tomado una nueva dimensión a partir del análisis directo de los restos óseos. El enfoque bioarqueológico nos permite conocer detalles de esta práctica y de los tratamientos póstumos que se les daba a las víctimas.
El sacrificio humano es un tema polémico que siempre ha estado en la mesa de discusión. De acuerdo con su origen etimológico, la palabra sacrificium significa hacer o convertir algo en sagrado y consiste en ofrecer una vida –humana, animal o vegetal– mediante su destrucción. En este sentido, la inmolación ritual transforma a un ser que pasa del dominio común al religioso, garantizando la comunicación con el ámbito sagrado.
Lejos de calificarlo, debemos entenderlo como un fenómeno que ha estado presente en diferentes culturas y tiempos. A lo largo de la historia de la humanidad, la violencia ha prevalecido y en el pasado se expresaba de formas ritualizadas, en espacios sagrados. En este sentido, la existencia del sacrificio humano no califica a una sociedad y tampoco es un signo de retraso cultural. Dentro de las actitudes contemporáneas hacia este fenómeno, hay quienes lo niegan y lo consideran como una invención de los conquistadores. En cambio, otro sector especula que era una práctica extendida que cobraba la vida de cientos de miles de personas al año. Gracias a la bioarqueología podemos saber que, en efecto, el sacrificio existió en Mesoamérica, pero nunca involucró a tal cantidad de víctimas.
Este fenómeno se estudia a partir de la evidencia directa e indirecta. La primera corresponde a las fuentes históricas –escritas y pictográficas–, la escultura y la iconografía (fig. 1) ; la segunda corresponde a los restos óseos (fig. 2a) . Identificar el sacrificio a partir de los huesos es un reto metodológico, pues generalmente la información disponible nos remite al tipo de tratamiento póstumo, pero no a la forma de muerte. Es aquí donde la bioarqueología combina diferentes líneas de evidencia: la presencia de fracturas y huellas de corte acontecidas cerca del momento de la muerte (intervalo perimortem ), los patrones en la selección de las víctimas y la información contextual e histórica.
El origen y la función del sacrificio
Son numerosas las teorías que buscan explicar el origen y la función de esta práctica aniquiladora. John Bowker considera que el sacrificio se gestó a partir de una exploración religiosa de la muerte. En cambio, para Louis-Vincent Thomas su origen nos remite a las sociedades agrícolas y a la búsqueda de fertilidad, a partir de la regeneración periódica de las fuerzas sagradas.
En el caso de Mesoamérica, pese a que la mayoría de los investigadores coinciden en que el sacrificio estaba encaminado a coadyuvar al buen funcionamiento del universo, existen diferentes enfoques que buscan explicar su función. Algunos autores plantean que el sacrificio trataba de conseguir una transferencia de energía, ya sea de los humanos hacia el cosmos o de la víctima hacia su captor. Para otros tenía como objetivo lograr una dominación política o encontrar un beneficio económico. También se llegó a proponer que las inmolaciones rituales y el subsecuente canibalismo servían para mitigar el hambre surgida como consecuencia de la presión demográfica. Esta teoría ha sido derribada y no se considera vigente, pues la dieta mesoamericana tenía un alto valor nutricional.
Actualmente la tendencia es considerarlo como un fenómeno polisémico, es decir, que tiene una diversidad de significados. En este sentido Michel Graulich advierte que con el sacrificio se buscaba reactualizar los mitos, alimentar a entidades divinas, conciliar, obtener beneficios, consagrar, expiar o transmitir mensajes. Bajo esta lógica, la víctima sacrificada también poseía una diversidad de significados, pues representaba a la deidad, al héroe mítico, la comida, la semilla y el maíz, ya sea de manera separada o simultánea.
Bioarqueología del sacrificio humano en Mesoamérica
Gracias a las narraciones de los conquistadores y frailes españoles, suele pensarse que el sacrificio humano es una invención de los mexicas o que, al menos, fueron ellos quienes lo convirtieron en un acto masivo. La evidencia osteológica de diversas temporalidades y sitios arqueológicos a lo largo del territorio nacional prueba que esta afirmación dista mucho de la realidad.
De hecho, el caso más temprano precede a la formación del área cultural conocida como Mesoamérica: se trata de la cueva de Coxcatlán (5750 a.C.). Ahí fueron encontrados dos infantes decapitados, que presentan huellas de descarnamiento, las cuales fueron cuidadosamente documentadas por Carmen Pijoan y Josefina Mancilla. Aunque es muy factible pensar que se trata de un sacrificio, la ausencia de otro tipo de evidencia no permite asegurarlo. Otros casos tempranos han sido registrados en Kaminaljuyú, Guatemala (800-600 a.C.), Tlatecomila, ciudad de México (600-400 a.C.), y Cuicatlán, Oaxaca (200 a.C.- 200 d.C.).
La evidencia de sacrificio humano es más contundente para el periodo Clásico, específicamente para el área ceremonial de Teotihuacan. En el Templo de la Serpiente Emplumada se exploraron más de 200 entierros humanos correspondientes a víctimas sacrificiales. Fueron depositados en grupos, cuidadosamente acomodados, atados de manos y portando pectorales hechos con maxilares humanos y de animales, o con representaciones de éstos, bellamente tallados en concha. Posteriores exploraciones en la Pirámide de la Luna revelaron la realización de más sacrificios de consagración, correspondientes a 37 individuos. Algunos podrían haber sido personajes de la elite, en tanto que otros fueron tratados con violencia y desdén (fig. 2b) . En el área maya también hay evidencia incontrovertible de la práctica del sacrificio humano. Destacan los hallazgos de Vera Tiesler y Andrea Cucina, quienes han documentado la extracción de corazón en esqueletos recuperados en Calakmul, Palenque y Becán.
Hacia el Epiclásico (600-900 d.C.) también se practicó la inmolación de numerosas víctimas. Por ejemplo, los hallazgos realizados en Xaltocan por el equipo de Christopher Morehart. En efecto, más de 100 individuos fueron decapitados y enterrados en un paraje rural, sin clara asociación a una gran urbe. Hacia el Posclásico (900-1521 d.C.), la práctica de la decapitación se extendió en el Altiplano Central, como lo sugieren los hallazgos realizados en Cholula, Teotenango, Teopanzolco, Zultepec y, por supuesto, Tlatelolco y Tenochtitlan.
Ximena Chávez Balderas. Licenciada en arqueología por la ENAH. Maestra en antropología por la UNAM y maestra en antropología física por la Tulane University. Candidata a doctora en antropología por esta última universidad. Bioarqueóloga del Proyecto Templo Mayor.
Chávez Balderas, Ximena, “Bioarqueología del sacrificio humano. La ofrenda de vida”, Arqueología Mexicana núm. 143, pp. 56-61.
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