En la época prehispánica se dieron dos formas básicas de cultivo del maíz: de temporal y de riego. Ambas requerían de una planeación adecuada y una participación colectiva. El terreno donde se sembraría debía estar completamente despejado, para ello, con la ayuda de hachas y fuego, se tumbaban los árboles y se retiraba la maleza. Como las parcelas pueden utilizarse a lo más tres años, pues el suelo puede agotarse y producir cosechas escasas, el proceso de limpieza se repetía periódicamente, lo que sin duda tenía consecuencias sobre la extensión de los bosques; por ejemplo, la selva que ahora cubre parte del área maya no existía hace alrededor de mil años, cuando se encontraban en auge las grandes ciudades del Clásico.
Una vez limpio el terreno, se plantaban entre tres y seis granos cada dos pasos (entre 15 y 20 mil por hectárea). Las parcelas eran de distintos tamaños, aunque al parecer había preferencia por las que podían satisfacer las necesidades de núcleos familiares y, muy importante, ser atendidas adecuadamente, pues la milpa necesita de constantes cuidados y el crecimiento de maleza puede afectar el desarrollo de las plantas. Las parcelas que se localizaban en laderas estaban delimitadas por muros de contención o hileras de magueyes, que detenían la erosión del suelo y permitían una mayor retención de humedad.
Imagen: El cultivo de maíz. Códice Florentino, lib. IV, f. 72r. Foto: Gerardo Montiel Klint / Raíces.
Enrique Vela. Arqueólogo por la ENAH, editor, desde hace 30 años trabaja en el ramo editorial. Editor de la revista Arqueología Mexicana.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
Vela, Enrique, “El cultivo”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 98, pp. 40-42.