La mona que acabó en tahona. Reutilización de esculturas prehispánicas en el México virreinal
Las piedras del Maligno
Tras la Conquista, las pirámides mesoamericanas no pudieron ser readaptadas a la liturgia católica, a diferencia de lo que había sucedido con las mezquitas y las sinagogas en la península ibérica después de la Reconquista. Ello se debió a que, de este lado del Atlántico, los españoles encontraron una arquitectura religiosa que obedecía a prácticas diametralmente distintas a las del cristianismo, el islamismo y el judaísmo.
En franco contraste con los edificios consagrados a los cultos de esas tres grandes religiones, los de los mexicas y sus vecinos no abrigaban bajo su techo nutridas congregaciones de feligreses. Sus capillas eran sumamente reducidas, ocupaban la cúspide de sólidos basamentos piramidales y, por lo regular, estaban reservadas a dignatarios, sacerdotes y víctimas sacrificiales.
Estos exiguos recintos apenas alojaban un sanctum sanctorum (zona de la hierofanía o manifestación de lo sagrado, ocupada por una imagen divina o un bulto sagrado), un vestíbulo de operación ritual (donde los oficiantes realizaban la mayoría de sus actividades generalmente sobre un altar o un ara) y, en ocasiones, una sacristía (donde se almacenaba la indumentaria y el instrumental ceremonial, tras un muro o sobre un tapanco).
Lejos de allí, al pie de dichos basamentos piramidales, los fieles participaban en las festividades reunidos en esa zona a cielo abierto, pero bien delimitada que denominamos plaza. Así, la arquitectura religiosa mesoamericana –en la que predominaba la masa sobre los espacios cubiertos y que resultaba tan incomprensible como inútil para la mentalidad y los usos hispanos– sólo podía tener como destino su expedita demolición y su subsecuente aprovechamiento como banco de materiales.
Algo similar puede decirse de las imágenes divinas del Posclásico Tardío (1325-1521 d.C.), las cuales fueron consideradas por los conquistadores como “fetiches de cultos satánicos” y se volvieron presa fácil de campañas sistemáticas de aniquilación. En ciertas ocasiones, las acciones iconoclastas desembocaron en una reutilización de los fragmentos pétreos resultantes como cimientos y muros de las airosas construcciones de la religión triunfante.
Pero más allá de tan pragmáticas funciones, las imágenes obliteradas también habrían servido como símbolos del nuevo orden. Dada su naturaleza sacra, algunos investigadores proponen que los vencedores y los vencidos conversos a la nueva fe se valieron de estas imágenes como señales inequívocas de la conquista militar y espiritual. Según otros, los vencidos nostálgicos las incorporaron a las fábricas cristianas como actos de resistencia al opresor y con el fin de seguirse beneficiando de la fuerza y la protección de sus antiguos dioses.
Imagen: Efigies de Tlaltecuhtli reutilizadas como muelas de tahona en Tacubaya (a) y Chapultepec (b). Museo Nacional de Antropología. Fotos: Archivo Digital de las Colecciones del MNA, INAH-CANON.
Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París Nanterre, director del Proyecto Templo Mayor-INAH y miembro de El Colegio Nacional.
Eduardo Escalante Carrillo. Maestro en gestión de sitios arqueológicos por el University College London y director del Museo de Antropología e Historia del Estado de México.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
López Luján, Leonardo y Eduardo Escalante Carrillo, “La mona que acabó en tahona. Reutilización de esculturas prehispánicas en el México virreinal”, Arqueología Mexicana, núm. 180, pp. 68-77.