Ofrendas a Mayáhuel, diosa del maguey, en Zultepec-Tecoaque, Tlaxcala

La historia del maguey o agave es bastante antigua. Su carácter sacro probablemente tuvo su origen en la madre tierra y por los múltiples dones otorgados a los hombres está asociado con la fertilidad y lo femenino. Hasta el momento no se sabe exactamente en qué momento se inició su explotación. Mitos y tradiciones dan cuenta de su origen a partir del rapto de una joven virgen celeste por el dios creador por excelencia, Quetzalcóatl, quien la convenció de bajar a la tierra para amarse. La joven fue desmembrada por las tzitzitnime, estrellas fugaces, y el dios enterró las partes y de allí renació la diosa como planta de maguey; por consiguiente, el origen de la planta y del pulque está en la región celeste.

El gran don que la diosa entregó a los hombres fue el pulque, bebida considerada sagrada y que se obtenía a partir del raspado de la parte central de la planta para obtener el aguamiel, que luego era sometido a fermentación al agregar algunas hierbas llamadas patécatl, de allí el nombre de la pareja de la diosa. Las representaciones de la diosa son variadas, aunque la forma en la que más se le representa en el mundo prehispánico es acompañada por la planta misma del maguey.

Durante la segunda y tercera temporadas de trabajo de campo en la región de Calpulalpan, Tlaxcala (1992 y 1993) –como parte del proyecto “Influencias en las épocas Clásica y Posclásica en la región de Calpulalpan, Tlaxcala”–, se localizaron en el sitio de Zultepec-Tecoaque piezas cerámicas con características especiales en las que se manifestaba la presencia de la diosa del maguey y del pulque, Mayáhuel. Las piezas se encontraron en el Templo Circular edificado en honor a la deidad del sitio, Ehécatl-Quetzalcóatl, quien junto con la diosa del maguey eran considerados protectores del asentamiento.

En la plaza que se encuentra frente al Templo Circular se localizó un entierro humano que como parte de su ofrenda tenía asociadas cuatro vasijas de forma semejante al maguey. Luego de su estudio en gabinete, el Dr. Carlos Serrano Sánchez (1998) identificó que el esqueleto correspondía a una adolescente otomí, la cual había sido sacrificada, pues mostraba huellas de corte y desmembramiento corporal, así como evidencias de manipulación post mortem. Fue colocada en posición anatómica en una oquedad circular, y la ofrenda que la acompañaba estaba formada por una olla, un cajete trípode y una vasija fitomorfa, todos colocados a lo largo de la columna vertebral. Es posible que este entierro exprese el mito de origen de la diosa Mayáhuel, tal como se relata en el Códice Vaticano.

En la misma plaza se encontró una importante ofrenda cerámica, formada por 36 piezas de las llamadas octecómatl (término náhuatl que significa “vasija para pulque”), similares a las representadas en varios códices. 

Esas vasijas con la representación del maguey fueron distribuidas en grupos, iniciando al pie de los escalones del templo mencionado hasta el este de la plaza frontal a la estructura principal, a diferentes distancias. Algunas de las vasijas estaban en contacto con el piso prehispánico, otras fueron colocadas en pequeñas oquedades sobre una base de ceniza con pequeños fragmentos de carbón y algunas sobre bases cónicas de tierra fina y ceniza, separadas uniformemente a 30 cm de distancia. El primer grupo estaba en la base del primer escalón del templo y estaba formado por cuatro vasijas con restos de estuco blanco sobre su superficie y la boca orientada hacia el templo. El segundo grupo fue depositado en la parte central del escalón principal y estaba conformado por seis vasijas distribuidas en un área de 40 cm, también con la boca hacia el templo y con restos de estuco blanco en la superficie. Las últimas piezas estaban asociadas a un conjunto de objetos de jade y concha que eran parte de los atavíos de Ehécatl-Quetzalcóatl.

Hacia el este y a 50 cm del grupo anterior se localizó, en una oquedad, otro conjunto de cuatro vasijas colocadas boca abajo, alineadas de norte a sur y con restos de pigmento amarillo. Este patrón de cuatro se repetirá en los siguientes grupos colocados a diferentes distancias del templo principal, algunos de ellos con restos de pigmentos blanco, azul, verde y naranja rojizo; es importante señalar que los colores de estas vasijas corresponden a los colores de los cuatro rumbos del universo. Otra de las características de este conjunto de vasijas con representaciones de magueyes es que cada uno de los grupos simboliza diversos tipos de agaves, desde la especie pulquera hasta la que tiene funciones alimenticias y para obtener ixtle. Las identificaciones de los agaves fueron realizadas por el Dr. Abisaí García Mendoza, del Instituto de Investigaciones Biológicas de la unam, después de un estudio sistemático y detallado.

Una de las representaciones más importantes y con características estéticas excepcionales es el octecómatl que estaba sobre los cráneos que estuvieron expuestos en el tzompantli del sitio. Esa vasija estaba decorada con pigmentos azul, blanco y rojo, dispuestos en varias capas. Predomina el color azul, lo que permite suponer que en ella se guardaba el “pulque azul” que se daba a los guerreros capturados en la guerra y destinados al sacrificio; las rayas verticales que decoran la base se relacionan con los “rayados”, término utilizado para los que iban a ser sacrificados. En la vasija se observan también 52 pencas de maguey, cubiertas con algodón, espinas de maguey para el autosacrificio y flores, además de cuchillos rituales. Se puede inferir que la función de esta pieza estaba relacionada con la fiesta del xiuhmollpilli o “atado de años”, que se celebraba al concluir el ciclo de 52 años. La pieza fue fragmentada como una forma simbólica de romper el ciclo temporal y volver, tal vez, al tiempo mítico atemporal del inicio de la vida y de la creación del mundo, para evitar con ello su fin.

Enrique Martínez Vargas y  Ana María Jarquín Pacheco

Tomado de Enrique Martínez Vargas y  Ana María Jarquín Pacheco, “Ofrendas a Mayáhuel, diosa del maguey, en Zultepec-Tecoaque”, Arqueología Mexicana, Edición especial 57, pp. 32 - 35.