Una nueva perspectiva de la antigua América (Parte V y última)

Esther Pasztory

Pie de página: El sacrificio humano

Al parecer, el género humano es una especie violenta en casi todas partes. En el Occidente “ilustrado” del siglo XX, billones de personas, literalmente, han sido víctimas de guerras, trabajos forzados, diferencias religiosas e ideológicas, campos de concentración, genocidios, explosiones atómicas y castigos que tanto nosotros como nuestros libros de texto aceptamos, aunque se considere que son consecuencias lamentables o necesarias de una vida política compleja. Pero el sacrificio humano se considera cruel, inusitado, absolutamente reprobable y ajeno a cualquier comportamiento que se considere “civilizado”. Yo prefiero considerarlo solamente como una forma más de violencia humana, ni mejor ni peor que las demás. Triste, es cierto, como es triste toda violencia. El sacrificio humano tuvo sentido para los pueblos que habitaron la antigua América.

Los antiguos americanos tenían poco que temer de otros pueblos, relativamente. Su angustia existencial provenía de la naturaleza. El territorio ocupado por esas civilizaciones era amenazado por terremotos, erupciones volcánicas, huracanes y demás desastres naturales. No servían para controlarlos ni las herramientas de bronce ni las de hierro. Como a sus ojos se trataba de poderosos entes sobrenaturales, sólo podían atemperarlos ofrendándoles lo más preciado que posee un ser humano: la vida. La justificación esencial del sacrificio humano es así de simple y su lógica no puede ocultarse. El sacrificio humano es siempre simbólico: una sola víctima o unas cuantas, representaban a la comunidad entera. (El sacrificio humano se practicó alguna vez en muchas partes del Viejo Mundo pero eventualmente fue sustituido por las guerras masivas y el “sacrificio” de un número mayor de jóvenes o incluso de civiles. El sacrificio humano suele ser “simbólico” cuando un número limitado de víctimas representa a toda la comunidad. En guerras posteriores comunidades enteras son literalmente aniquiladas en aras de algo “bueno”.)

En Mesoamérica se prefería a víctimas “forasteras”, pueblos que se consideraban como tales por tradición, como consecuencia de las guerras. De hecho guerra y sacrificio fueron recíprocos –el enemigo buscaba exactamente lo mismo. En vista de que el propósito era capturar una víctima viva para su sacrificio posterior, las guerras no fueron un asunto demasiado sangriento. Las armas de piedra, la exigencia de alimentar y proveer a los guerreros durante las contiendas, la necesidad de evitar la noche, disminuyeron las contiendas largas y costosas. Los aztecas, y otros guerreros que entablaban batallas, guerreaban con complejos y emplumados atuendos y estandartes, y podría casi decirse que hacer la guerra no era tan diferente de una lucha (hasta el final de la conquista, los aztecas trataron de llevar vivos a los soldados españoles, para sacrificarlos después, lo cual era de lo más ineficiente).

En los Andes, donde los sacrificios no se hacían tanto al cosmos como para acompañar a sus gobernantes al más allá, se luchaba igualmente con el propósito de obtener cabezas trofeos; fueron también una forma de controlar a algunas de las potencias cósmicas del universo. En ninguno de ambos casos se emprendían guerras por el territorio ni para aniquilar a algún pueblo. Los incas y algunos de sus antecesores lucharon para crear imperios, pero por lo general dejaban en el lugar mismo a los pueblos y a sus caudillos vencidos. Los indígenas de la antigua América por lo general no tuvieron guerras religiosas ni guerras para convertir a los pueblos, aunque a veces se expandía el culto al dios del gobernante victorioso. A diferencia de los romanos, quienes sacrificaban pueblos en los circos y organizaban combates entre gladiadores por diversión, la mayor parte de la violencia de la antigua América era sacralizada, y se reconocía lo asombroso de tales acciones en el ritual.

Conclusión

Pocas voces de la antigua América han llegado hasta nosotros, pero este poema azteca se refiere a preocupaciones notablemente universales:

¿Sólo así he de irme como las flores que perecieron?

¿Nada de mi fama aquí en la tierra?

¡Al menos flores, al menos cantos!

[…]

Aquí en la tierra es la región del momentofugaz.

¿También es así en el lugar donde de algún modo se vive?

¿Allá se alegra uno?

¿Hay allá amistad?

¿O sólo aquí en la tierra hemos venido a conocer nuestros rostros?

(Ayocuan Cuetzpaltzin, poeta azteca, en Miguel León-Portilla, Quince poetas del mundo náhuatl, p. 251).

 

Acostumbrados a que culturas de la edad de piedra de los tiempos modernos se encuentran en condiciones marginales y de pobreza, no nos damos cuenta de que los pueblos de la edad de piedra del Nuevo Mundo alguna vez crearon grandes civilizaciones a pesar de su tecnología simple, con los ricos recursos, tiempo y espacio disponibles. Tampoco nos percatamos de que la vida y la obra de la antigua América podrían servir de inspiración a quienes nacimos en medio de los valores agresivos y competitivos del Viejo Mundo. Muchos creen que ruinas como las de Teotihuacan debieron haber sido construidas por extraterrestres de civilizaciones superiores. Poco a poco sale a la luz que fueron construidas por una civilización alternativa de la edad de piedra que en algunos aspectos fue superior a la de sus conquistadores.

Traducción: Elisa Ramírez

 

Esther Pasztory. Profesora emérita de la Universidad de Columbia.

Pasztory, Esther, “Una nueva perspectiva de la antigua América”, Arqueología Mexicana, núm. 157, pp. 78-83.

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