Quetzalcóatl-Tlaltecuhtli. Escultura de la dualidad

Víctor Osorio

El labrado de esculturas en la parte inferior, destinadas a verse sólo en ocasiones especiales, fue una costumbre entre las culturas prehispánicas; es el caso de esta extraordinaria pieza que muestra a Quetzalcóatl, Serpiente Emplumada, y por debajo a Tlaltecuhtli, diosa de la Tierra. Aunque su estilo escultórico y su iconografía la vinculan con los mexicas o aztecas del Posclásico, no se tienen datos sobre su contexto de procedencia.

 

 

La escultura muestra una serpiente de cascabel en reposo; sus seis crótalos descansan plácidamente, el cuerpo está enroscado y la cabeza yace en línea casi horizontal. Las plumas de quetzal y el cuerpo de serpiente son suficientes para identificarla como Quetzalcóatl (Serpiente Emplumada) y, además, en la nuca lleva un cartucho con la fecha ce ácatl, “1 caña”, que hace referencia  al nombre calendárico de la deidad.

Arriba de cada uno de los ojos se ve una especie de parche que semeja un petate seguramente relacionado con la “estera preciosa”, asociada a la divinidad y a la realeza.

En la parte de abajo de la pieza se encuentra la representación de Tlaltecuhtli. Según una antigua leyenda nahua, la Tierra fue creada cuando los dioses bajaron del cielo a Tlaltecuhtli, deidad descrita en los documentos antiguos como masculina o femenina, cuyos codos y rodillas estaban llenos de bocas, ojos y garras con las que atacaba y mordía salvajemente. Los dioses, transformados en serpientes, la jalaron de manos y pies hasta partir su cuerpo; uno la asió del pie derecho y la mano izquierda, y el otro de las otras extremidades. Con una parte formaron la Tierra, por encima  del agua, y la otra parte la subieron al cielo.

Para compensarla de los daños, ordenaron que de ella saliesen los frutos para alimentar al hombre.

Después de que se formó la Tierra y la vegetación en medio del agua, se dice que Tlaltecuhtli lloraba algunas veces por la noche, porque deseaba comer corazones de hombres. No se quería callar en tanto no la alimentaran con corazones y tampoco quería dar frutos si no la regaban con sangre de hombres.

Esta cara inferior de la escultura, magistralmente labrada, muestra a Tlaltecuhtli como un ser contorsionado, de tal manera que podemos ver el rostro volteado y apoyando la nuca en el pecho, postura que no refleja lo descrito en el mito. En el rostro (tal vez semidescarnado a juzgar por los dientes “pelados”) se ven dos formas circulares en las mejillas, tal vez lágrimas. Lleva un penacho de plumas, un collar con tres hileras y orejeras con pendientes alargados; en la lengua colgante y en las extremidades se ven garras con ojos.

Alrededor del cuerpo de la deidad hay siete calaveras humanas, una de las cuales, la de mayor tamaño, ocupa el espacio central a manera de pectoral. Todas llevan la lengua de fuera y a un costado, cerca de donde se ubica el espacio de las orejas, muestran una especie de oquedad o bien una tira que recuerda los orificios en los cráneos que se colocaban en el tzompantli, lo que indica la relación entre Tierra y muerte.

La diosa viste un faldellín compuesto de plumas entretejidas y una piel de jaguar. La roca en que está hecha la escultura es gris metálico y tiene una leve tonalidad rojiza que sugiere que estuvo pintada de este color. A un costado de la cara, junto a un pendiente, se aprecian claramente restos de un pigmento rojizo y lo que parecen pequeños fragmentos blancos de estuco.

Es probable que las dos deidades representadas en la escultura se relacionen con un contexto mítico, tal vez con los pasajes en que Quetzalcóatl desciende al inframundo para hurtar los huesos con los que se crearía la nueva humanidad o con el viaje que el dios emprende al cerro de los mantenimientos para obtener el maíz.

 

Víctor Osorio. Arqueólogo. Director del Museo de Antropología e Historia del Estado de México. Ha trabajado en la zona arqueológica de Teotenango y publicado artículos sobre la mitología de la sal.

 

Osorio, Víctor, “Quetzalcóatl-Tlaltecuhtli. Escultura de la dualidad”, Arqueología Mexicana núm. 81, pp. 16-17.

 

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