La importancia de la reciprocidad en la cosmovisión mexica

Alfredo López Austin

Si nos fuese necesario señalar la característica más notable de la cosmovisión mexica –y la de sus contemporáneos, la de sus antepasados e incluso la de sus descendientes– tal vez debiéramos mencionar que concebía que la realidad divina estaba traslapada en el espacio de las criaturas. Expliquemos: los mesoamericanos creían en una doble naturaleza del tiempo y del espacio. Por una parte existía el tiempo-espacio original y ajeno, al que podemos denominar “anecúmeno”, poblado por los seres que suelen denominarse “sobrenaturales”: los dioses, las fuerzas, los muertos... Por la otra, el tiempo-espacio causado, propio, el “ecúmeno”, o sea el mundo creado por los dioses y habitado por las criaturas: los hombres, los animales, las plantas, los minerales, los meteoros, los astros. Sin embargo, el ecúmeno no sólo estaba poblado por las criaturas, pues también lo ocupaban los invisibles seres sobrenaturales, y eran ellos los encargados de dinamizar, animar, transformar, deteriorar y destruir todo lo crea- do. En esta forma, los mesoamericanos explicaban su propio ser y su entorno movidos por entidades imperceptibles, a muchas de las cuales antropomorfizaron. ¿Cómo? Atribuyéndoles características propias de los seres humanos, o sea deificándolas. Los dioses eran concebidos como seres benéficos o maléficos, afables o crueles, indulgentes o vengativos, generosos o avaros; pero, sobre todo, eran tan semejantes al hombre que podían escucharlo, compadecerse de sus ruegos, cambiar de voluntad si se condolían con sus plegarias y ofrendas, y conceder lo pedido a los piadosos. En otras palabras, entre los hombres y los seres invisibles podían establecerse nexos de carácter social, incluso establecerse pactos e intercambios de servicios mediante el diálogo constante entre el aquí-ahora y el allá-entonces.

A la creencia en esta estrecha relación se debe que el mesoamericano explicara su origen como el cumplimiento de una voluntad divina que buscaba un intercambio de prestaciones: los dioses habían creado al hombre y lo habían colocado en un nicho propicio para su existencia, distinguiéndolo de las bestias e imponiéndolo a ellas; pero también lo habían facultado, con la inteligencia, la palabra y las capacidades reproductivas y de trabajo para que cumpliera con sus funciones: debería reconocer a los dioses, adorarlos con sus plegarias, producir lo suficiente para ofrendarles, y reproducirse para garantizar que el reconocimiento y el intercambio se perpetuarían hasta el fin del mundo.

Era una concepción eminentemente agrícola. El agricultor se sentía auxiliado por dioses, fuerzas y muertos en sus cultivos. Las mieses se producían gracias a la permanente y estrecha colaboración entre las criaturas y los sobrenaturales, y por ello la cosecha debía dividirse para entregar las primicias a los seres invisibles. Se correspondía así con justicia a su intervención productiva.

 

Tomado de Alfredo López Austin, “Los mexicas ante el cosmos”, Arqueología Mexicana núm. 91, pp. 24-35.

 

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