El término “sal” evoca un sabor determinado, pero también alude a muchas categorías simbólicas relacionadas con lo salado. Expresiones tan frecuentes como “estar salado” o “la sal de la vida” se vinculan con el lugar que este compuesto químico ocupa en el pensamiento de muchas culturas. Alrededor de la sal existen diversas prohibiciones, creencias, usos rituales, aplicaciones medicinales y curativas, empleos técnicos, usos culinarios, narraciones míticas, expresiones lingüísticas e incluso poéticas. Esto es así, entre otras cosas, porque en el pasado la sal, o más bien las sales de uso común, eran un bien escaso y su producción siempre estuvo localizada en ciertos nichos ecológicos, de manera que su control se convirtió en algo significativo, más allá de su relevancia como complemento alimenticio necesario para el buen funcionamiento de los organismos vivos.
La sal fue desde tiempos tempranos un bien de prestigio, importante elemento culinario, pero también se usó en la creación de productos de intercambio y el establecimiento de relaciones sociales tanto con las comunidades más lejanas como con los dioses mismos.
En México, la sal siempre ha tenido particular relevancia desde tiempos ancestrales y en su territorio perduran aún muchas formas de aprovechamiento tradicionales originadas en el pasado prehispánico, lo que ha dado lugar a muchas comunidades que llevan por nombre términos como “Salinas” o “Ixtapan”, entre otros. Tan importante fue la sal que hubo deidades que la personificaron, como Uixtocíhuatl, la diosa mexica de la sal, que habitaba en uno de los niveles celestes donde el mar, su morada, se confundía con la bóveda celeste. En el tiempo de los dioses, los fluidos de su cuerpo provocaron desencuentros que tuvieron como consecuencia su destierro hacia el océano, y con esto la concentración de sal en ciertos lugares donde se manifestaba, pues hasta la fecha se cree que las lagunas y manantiales salados están conectados con el mar. Para los pueblos mesoamericanos, la posibilidad del acceso a la sal fue motivo de guerras, peregrinaciones, alianzas y desplazamientos humanos, pues este preciado mineral se concebía como un complemento inseparable de la tierra y de la agricultura. Los cuerpos sólo podían adquirir vigor mediante su consumo a la par del de las plantas cultivadas.
Blas Castellón Huerta. Doctor en antropología por la UNAM. Investigador de la Dirección de Estudios Arqueológicos, INAH. Ha realizado investigaciones sobre la sal, irrigación y urbanismo en el sur de Puebla. Dirige el Proyecto Teteles de Santo Nombre, Tlacotepec, Puebla.
Castellón Huerta, Blas, “La sal, el sabor de los dioses”, Arqueología Mexicana, núm. 158, pp. 32-41.