Balamkú, Yucatán

Guillermo de Anda, Karla Ortega, James E. Brady y Ana K. Celis

En 1966, los señores Eleuterio, Mariano y Esteban Mazón, Ermilo, Jacinto y Pascual Un Noh, ejidatarios de San Felipe –cerca de Chichén Itzá–, notificaron al Instituto Nacional de Antropología e Historia el descubrimiento fortuito de una cueva con material arqueológico. El arqueólogo Víctor Segovia Pinto visitó el sitio y realizó un reporte. Poco después, él mismo dirigió a los ejidatarios para tapiar la entrada de la cueva, de modo que no fuera reabierta. De esta manera permaneció por más de 50 años, pues todos los investigadores involucrados se retiraron.

En 2018, como parte del proyecto Gran Acuífero Maya (GAM) se reabrió Balamkú en busca del manto freático en la zona. El nombre Balamkú (Dios Jaguar) para una cueva no nos era familiar ya que nada se había publicado acerca del sitio. Consecuentemente, los arqueólogos involucrados no esperábamos encontrarnos con el más importante descubrimiento arqueológico en cuevas mayas desde el de Balamkanché.

El acceso no es fácil, supone arrastrarse pecho a tierra cientos de metros por pasajes muy bajos y estrechos, sólo para llegar a la primera cámara con ofrendas, de las que hemos registrado siete en total hasta el momento. Algunos de los pasajes que contienen un gran número de objetos son lo suficientemente grandes para ponerse de pie. Los más notables son los grandes incensarios, idénticos a los recobrados en Balamkanché. De acuerdo con el reporte de Segovia de 1966 (localizado recientemente por el GAM), la cueva contiene 155 de esos objetos, algunos con rostros de Tláloc y otros con lunares tipo ceiba. Balamkanché sólo posee 70 de esos elementos.

Así como Balamkanché, la cueva de Balamkú también contiene depósitos con malacates y metates en miniatura, entre otros muchos elementos, pero lo más importante es que el contexto no parece haber sido alterado. Conforme nos internamos en la cueva, de la que hemos documentado más de 400 m de tortuosos pasajes, es cada vez más difícil avanzar. Los pasadizos a las diferentes zonas de la cueva se van estrechando cada vez más y exigen paciencia y habilidad, mientras uno se arrastra sobre un lodo que se vuelve más y más espeso y que se incrementa rápidamente conforme nos acercamos al manto freático. Hay que sumar a lo anterior el notorio y constante deterioro de la calidad del aire, tal y como sucede en la cueva de Balamkanché.

 

Guillermo de Anda. Investigador de la Coordinación Nacional de Arqueología del INAH y director del proyecto Gran Acuífero Maya. Arqueólogo subacuático con estudios de maestría en antropología esquelética (UADY) y de doctorado en estudios mesoamericanos (UNAM).

Karla Ortega. Licenciada en ciencias y técnicas de la comunicación, especialista en contenidos multimedia, fotógrafa y exploradora de cuevas y cenotes. Coordinadora de comunicación y vinculación académica del GAM.

James Brady. Arqueólogo con doctorado en antropología por la ucla. Profesor del Departamento de Antropología en California State University, Los Ángeles.

Ana Katalina Celis. Arqueóloga por la Universidad Veracruzana y maestra en ciencias en oceanografía costera por la Universidad Autónoma de Baja California. Responsable de prospección arqueológica del GAM.

 

De Anda, Guillermo et al., “Balamkú, Yucatán”, Arqueología Mexicana, núm. 156, pp. 56-63.

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