Si la esencia de cada criatura es la misma desde el momento de la creación del mundo; si la sucesión de las generaciones no ha afectado las particularidades de los sauces; si las iguanas de hoy son como la iguana primigenia, y si las rocas calizas siguen siendo como fue la de origen, nada más lógico que recurrir al gran principio, a sus historias, para encontrar la razón y la naturaleza de lo presente.
El saber humano es un gran instrumento indispensable para la supervivencia. El ser humano debe penetrar en las causas de cada pedazo de los seres de su entorno, y encontrar con ello –o creer encontrar– las leyes que rigen la naturaleza. Así reúne la sociedad humana su arsenal de explicaciones, integrándolas a un gran cuerpo sistémico, a la cosmovisión. Las explicaciones –buenas o malas, verdaderas o falsas– serán la guía para ordenar la acción y el entendimiento cotidianos a partir del enfrentamiento a la realidad histórica. Es la experiencia social abstraída, concordada, ordenada, la que permite la existencia humana.
En una época remota, los antepasados de los mesoamericanos integraron una explicación global de la dinámica del mundo. Intentaron encontrar las causas de todas aquellas regularidades que regían su espacio y su tiempo; las que les permitían, como seres humanos, conocer y adelantar su acción a los ciclos astrales; a las fases de la germinación, maduración y cosecha; a la gestación de sus hijos, e inquirieron sobre el origen del orden. Para imaginar el principio del mundo, tuvieron que echar mano de su experiencia mundana, y así se remitieron a un premundo, a un otro-tiempo-espacio en el cual los seres en él existentes tuvieran las características básicas de lo que ellos conocían: la sociedad humana. Así, para explicarse el orden, supusieron la existencia de un gran ordenador. En la inmensa diversidad de las criaturas encontraron aquella que reflejaba con mayor perfección la regularidad de la marcha de los acontecimientos: el ser que gobernaba todo, el que dictaba tiempos, espacios, secuencias, leyes de lo existente, era el mismo que se manifestaba como actor en el cuerpo resplandeciente y terrible del Sol.
Las grandes hazañas de disponer y reglamentar este mundo se plasmaron en innumerables episodios que quedaron dispersos en los mitos. En su conjunto y coherencia se fue formando lo que podemos imaginar como un hipermito patrón que subyacía a los demás relatos. Su presencia aflora en muchos episodios narrativos de historia sagrada.
Alfredo López Austin. Doctor en historia. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM.
López Austin, Alfredo, “El personaje mayor de los mitos”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 92, pp. 13-16.