Ann Cyphers
El sello de la primera civilización de Mesoamérica es la cabeza colosal, reconocida en todo el mundo. Generalmente se le considera el retrato de un gobernante olmeca. En total se conocen 17 majestuosos ejemplares: 10 de San Lorenzo, cuatro de La Venta y tres de Tres Zapotes y alrededores. El hecho de que el mayor número de cabezas colosales se encontrara en San Lorenzo muestra la primacía temporal de esta capital olmeca en el desarrollo de complejos sistemas políticos encabezados por gobernantes
hereditarios.
Aunque estilísticamente forman un conjunto y comparten una serie de características, todas las imponentes cabezas tienen semblantes distintos. Todas carecen de cuello, por lo que nunca pertenecieron a una figura humana de gran tamaño. Son piezas cuya forma general es alargada o esférica y en ellas los maestros escultores únicamente usaron bajo y mediano relieve para mostrar la fisonomía de la cabeza humana y los adornos. Los rostros comparten elementos similares como el ceño fruncido, la nariz ancha y chata y el mentón abultado, pero en general el semblante de cada personaje es distinto, lo que se aprecia en la expresión facial y las variadas formas del rostro, ojos, boca y orejas. Cada cabeza porta un tocado, generalmente en forma de un casco, sobre el cual descansa un símbolo que acaso hace referencia al nombre del personaje y su linaje. Los símbolos más recurrentes son las insignias zoomorfas y las cuerdas. Cada personaje usa orejeras de diferentes formas: redondas, rectangulares y de garra o concha. Casi todas las cabezas tienen la parte posterior plana y pulida.
El contexto de las cabezas colosales en San Lorenzo y La Venta sugiere que esas imágenes monumentales fueron colocadas en alineamientos en la zona central de ambos sitios. Cerca del fin de San Lorenzo, alrededor de 1000 a.C., los dirigentes del lugar estaban en proceso de montar una gran escena de cabezas colosales, dispuestas en dos líneas orientadas norte-sur para delimitar una plaza; pero este escenario quedó inconcluso y solamente se incorporaron siete ejemplares, lo cual probablemente estuvo relacionado con los crecientes problemas políticos, económicos y sociales que llevaron al abandono de la primera gran capital. En La Venta también tres cabezas se colocaron en una línea con orientación este-oeste que se ubica al norte del Complejo A, la zona mortuoria de los gobernantes.
La información de los contextos complementa la investigación formal e iconográfica de las cabezas para llegar a una aproximación del significado. Además de las connotaciones políticas, históricas y míticas por ser retratos de los gobernantes, su distribución espacial en las capitales apunta a que eran representaciones pictóricas de gobernantes ancestrales que se tallaron en roca sagrada como testimonio genealógico de los linajes reales, para así validar la sucesión al cargo. La perspicaz observación de la historiadora del arte Beatriz de la Fuente sobre el “aire familiar” de las cabezas colosales de cada sitio refuerza la apreciación del trazo genealógico en las altas esferas del poder olmeca.
Los tronos
Cuando llegaron a La Venta en 1925, los exploradores Franz Blom y Oliver LaFarge llamaron “altares” a las enormes esculturas monolíticas de forma prismática, por su semejanza con las mesas sagradas de uso religioso. El término altar persistió casi medio siglo en la bibliografía arqueológica sobre los olmecas, hasta que David Grove reformuló su función con base en una comparación con el mural, entonces recién descubierto, arriba de la boca de la cueva de Oxtotitlán, Guerrero, que muestra una figura masculina de elegante indumentaria que está sentada sobre el rostro de un monstruo.
La semejanza entre el rostro del mural y el del Altar 4 de La Venta fue clave para la brillante propuesta de que el “altar” se desempeñó como un trono. Además, señaló el vínculo de ambas representaciones con la cueva, ya que el Altar 4 de La Venta muestra un nicho en su lado frontal del cual emerge una figura sedente que ese autor interpreta como el ancestro sagrado que emerge de la cueva, la cual a su vez es la boca del monstruo-jaguar y la entrada al inframundo. A partir de esas premisas planteó que los conceptos olmecas relacionados con el origen, la lluvia y el inframundo legitimaban al gobernante que usaba el trono como su asiento de poder. De esta manera, se vislumbró que los tronos pueden tener connotaciones históricas y míticas e ilustran la estructura sociopolítica.
Los tronos grandes con forma de mesa se presentan únicamente en las grandes capitales olmecas de San Lorenzo y La Venta. Salvo el trono pequeño de Laguna de los Cerros, son los únicos que muestran al ancestro sagrado en el nicho, el cual carga un bebé o sujeta una cuerda. El significado del nicho, como emblema de la cueva de origen, se relaciona con el linaje o los linajes que proclaman su filiación divina, la característica genealógica clave que respalda su derecho a ocupar el trono. Ya que la combinación del nicho con la figura sedente en posición de loto se presenta únicamente en esos tronos grandes, tal asociación representa una afirmación del parentesco sagrado de la realeza.
Los tronos grandes con forma de mesa tienen un diseño complejo que ilustra el orden cósmico y el sociopolítico. El rectángulo levantado es una alegoría de la piel de un felino o, en tiempos posteriores en Mesoamérica, de un petate; está ubicado sobre el cuerpo superior y define un lugar específico en el mundo, la sede exacta del gobernante. Este símbolo cubre el cuerpo superior del trono, el cual encarna la superficie del mundo terrestre. Y debajo de la cubierta, en la parte inferior, la Tierra que alberga el inframundo en su interior. Al mismo tiempo que representa la estructura del cosmos, el trono grande replica la imagen de la deidad de la Tierra: la piel arriba del rostro parcial que a su vez se posiciona arriba de la boca y el resto del cuerpo. Además, la forma global del trono grande hace alusión a un lugar alto y sagrado, como una loma, un cerro o una montaña, cuyo diseño incorpora toda la estructura vertical y horizontal de las relaciones sociopolíticas a través del hábil manejo escultórico. En suma, el diseño de esos tronos alude a simbologías sobrepuestas, metáforas intrínsecas y concepciones que eternamente unen el pasado, el presente y el futuro.
Por otro lado, es notable que no todos los tronos presenten las mismas características que los grandes. Por lo general, los jerarcas de los centros menores usaban tronos de menor tamaño, que carecen del nicho y de la figura del ancestro sagrado, lo cual sugiere que ellos no pudieron trazar su genealogía hasta la cueva de origen o que no pertenecían a la dinastía real capitalina. La correlación entre el tamaño del trono, y su iconografía, y la posición del sitio en la administración regional sugiere que los olmecas del Preclásico Temprano superaron el uso de la filiación divina para estructurar las relaciones sociales y llegaron a desarrollar los vínculos de afinidad dentro de un esquema político-administrativo regional.
En San Lorenzo, el gran trono, el Monumento SL-14, fue hallado en un recinto ceremonial-administrativo compuesto por cuatro plataformas y un patio hundido. Sus dos fases constructivas datan de entre los años 1400 y 1000 a.C. La cabeza colosal 8 fue intencionalmente enterrada en la plataforma oriental durante la construcción del recinto y por ello se le considera la de mayor antigüedad.
Ann Cyphers. Doctora en historia por la UNAM. Investigadora en el Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM. Especialista en el periodo Preclásico (Formativo) y, en particular, en la civilización olmeca.
Cyphers, Ann, “Gobierno y cosmos. Cabezas colosales y tronos”, Arqueología Mexicana núm. 150, pp. 50-55.
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