La división dual del año

Alfredo López Austin

La ubicación geográfica de Mesoamérica, cuyos límites casi coinciden al norte con el Trópico de Cáncer, divide el año en dos únicas estaciones: la temporada de lluvias y la temporada de secas. Esta particularidad, fundamental para las técnicas de cultivo, y en forma muy importante para el cultivo de maíz de temporal, acentuó la importancia de la concepción dual del cosmos, sin duda ya presente en los antepasados cazadores-recolectores que provenían de regiones más septentrionales. Con la agricultura, la concepción dual adquirió nuevos valores. El ciclo anual fue fácilmente representado como el juego de las oposiciones binarias, y los complejos semánticos hicieron que la muerte, equiparada a las fuerzas femeninas y reproductivas de las aguas, fuera la productora de la vida, mientras que la vida, empatada al periodo de las secas, se considerara el germen de la muerte. No hay, por tanto, polaridad irreductible de contrarios, sino una continuidad generativa de dos puntos opuestos en el gran círculo de la existencia.

La mitad húmeda del año queda simbolizada con el color azulverde de los campos favorecidos por la lluvia. Después, los rayos solares cocerán los frutos, y el maíz –la mazorca prototípica– imitará los colores del astro para volverse amarilla. Son estos dos colores los que forman una de las polaridades que se encuentran más frecuentemente consignadas en la pintura mesoamericana y en los textos que describen los juegos del mundo.

La idea de muerte/vida como arquetipo del año quedó plasmada desde épocas tempranas en las obras de los agricultores. Una de sus representaciones más impresionantes fue la del rostro humano dividido longitudinalmente en mitades, descarnada una, encarnada otra. Si bien esta forma canónica continuó hasta el Posclásico Tardío, no fue la única, pues el doble carácter masculino/femenino también se representó en la época mexica como un rostro divido horizontalmente por una línea situada en la base de la nariz. Así se separaba la mitad superior y encarnada del rostro de la inferior, que mostraba la quijada descarnada. La misma idea, pero muchos siglos antes, se expresó en el Clásico, en la pintura mural teotihuacana de Tepantitla, al formar el rostro del Dueño con los ojos romboidales, símbolos del dios del fuego, y las grandes fauces del dios de la lluvia.

 

Alfredo López Austin. Doctor en historia por la UNAM. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas (UNAM). Profesor de Posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM).

Tomado de Alfredo López Austin, “La división dual del año”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 69, p. 73.