Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara, Patricia Plunket Nagoda
Como parte del culto al Popocatépetl, en el Posclásico se modelaban en masa de amaranto maquetas de cerros con facciones humanas. Evidencias arqueológicas en las laderas del volcán sugieren que esa costumbre podría provenir de una antigua tradición.
Durante dos y medio milenios previos al arribo de Hernán Cortés, el valle de Puebla albergó a una densa población cuya composición fue muy cambiante. No conocemos la filiación étnica de sus primeros habitantes, pero los fértiles suelos volcánicos le hacían una codiciada región y los documentos del siglo XVI aseveran que, al menos en las últimas centurias prehispánicas, esta zona atestiguó el ir y venir de grupos de distintos orígenes y diversas tradiciones.
Los restos arqueológicos reflejan que ese crisol cultural implicó alteraciones drásticas en varias ocasiones, pero ciertas continuidades parecen haber desafiado esa intensa metamorfosis. Una de ellas compete al modo de exhortar los favores del más icónico miembro del paisaje sagrado local: el imponente Popocatépetl (fig. 1), el volcán vivo de cuya voluble conducta podían devenir abundantes cosechas o apocalípticos desastres. Al llegar los españoles, el culto a este coloso incluía maquetas del mismo, en un curioso paralelo con las que hemos registrado en sus faldas orientales en aldeas del siglo I d.C.
Las maquetas de cerros en el siglo XVI
Quizá por lo sanguinario de algunos rituales nativos y lo exótico de otros, o por sus símiles ocasionales con las prácticas católicas, los frailes cronistas les prestaron mucha atención. En el tema que aquí tratamos, los datos proceden primordialmente de Diego Durán (1951) y Bernardino de Sahagún (1969, 1981).
En la irregular orografía del altiplano central, pródiga en cumbres, varias de las numerosas celebraciones se vinculaban con éstas, en particular con el Popocatépetl, el “más principal cerro de todos los cerros”, que “en todo lo que se puede desear es la mejor de la tierra… por las ricas aguas que de este volcán salen y por la fertilidad grande que de maíz alrededor de él se coje” (Durán, 1951, p. 204). Dos fiestas anuales atendían en especial a esa veneración: tepeílhuitl o “fiesta de los cerros”, y atemoztli o “bajada del agua”. Ambas compartían un llamativo rasgo: elaborar efigies de montes con tzoalli, una pasta a base de huauhtli (amaranto o “alegría”), maíz tostado y miel de maguey. Con ella se hacían figuras de dioses y de objetos sacros para distribuir entre el público en muchas otras ceremonias, pues se le consideraba “la carne y guessos de los dioses”, que consumían llamándole nicteo-cuaque, que significa “como a Dios” (Durán, 1951, pp. 166, 204), paralelo con la comunión que no pasó desapercibido a los españoles.
La fiesta de tepeílhuitl
En el treceavo mes, hueypachtli era una solemne fiesta, llamada también tepeílhuitl. Todo el mundo preparaba tzoalli para modelar montañas con facciones humanas, ataviadas con plumas y con papel pintado con hule negro (figs. 2, 3), y la efigie principal era la del Popocatépetl. Además, se hacían culebras con los extremos de ramas o raíces torcidas y les llamaban coatzintli, y hacían otras figuras pequeñas de montes con rostro humano, denominadas ecatotonti, que conmemoraban a quienes habían muerto ahogados o habían sido enterrados y no incinerados, y a éstas y a las culebras las forraban con tzoalli.
Colocadas las imágenes en los altares, les ofrendaban comida e incienso y en las residencias de los ricos les hacían también alabanzas y bebían pulque en su honor. Luego, “con la misma acostumbrada solemnidad con que mataban y sacrificaban índios que representaban los dioses… sacrificaban esta masa que habían representado los cerros donde después… la comían con mucha reverencia” (Durán, 1951, p. 204). Al final, en el templo sacaban el corazón a cuatro mujeres que representaban a las montañas y a un hombre que representaba a una serpiente, los rodaban escaleras abajo, los decapitaban y llevaban sus cuerpos al calpul donde los repartían para comérselos.
Templos y cumbres eran los escenarios del nivel comunitario de la fiesta. En los pirmeros, tras “matar” a las coatzintli, las repartían a los lisiados pues creían que el tzoalli era medicinal, y éstos se comprometían a dar el huauhtli para la masa del año próximo. Ahí también sacrificaban a niños y esclavos donados por los principales, y hacían a los dioses de tzoalli ofrendas acordes al tamaño de éstos: vasijas miniatura, cuentitas, copal, hule y plumas. Subían después cada año a un cerro distinto a hacer ritos y comer algunas de las maquetas. Pero la fiesta de tepeílhuitl tenía también un nivel doméstico, pues en las viviendas cubrían con tzoalli a serpientes de madera y pequeñas figuras y “había en cada casa fiesta”, “cada uno en su casa de sus puertas adentro tenían unos oratorios y piecesitas particulares donde tenían sus idolillos”, y ahí ponían “sus cerros fingidos” que luego decapitaban con un cuchillo de pedernal y los comían “en nombre de sacrificio” (Durán, 1951, pp. 295-296).
Gabriela Uruñuela y Ladrón de Guevara. Doctora en arqueología. Catedrática-investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de las Américas-Puebla.
Patricia Plunket Nagoda. Doctora en arqueología. Catedrática-investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de las Américas-Puebla.
Uruñuela y Ladrón de Guevara, Gabriela, Patricia Plunket Nagoda, “Las maquetas de montes-deidades de amaranto del Posclásico. ¿Una tradición ancestral?”, Arqueología Mexicana núm. 138, pp. 40-45.