Los rostros de los dioses mesoamericanos

Alfredo López Austin

Toda criatura tiene alma

En un interesante relato de sus andanzas en busca de materiales para su investigación musicológica. Rosa Virginia Sánchez cuenta que estando en Tamaletom, San Luis Potosí, llegó a una pequeñísima cueva conocida con el nombre de Koitalab Kalam Uaba Hab. Allí supo que el nombre de la cueva significa “Lugar donde descansan los instrumentos viejos”, y que se debe a que en ella se depositan, protegidos en su eterno descanso por el corazón de un pollo, los instrumentos inservibles que cumplieron su labor participando en la danza del Rey Colorado. Intrigada por aquella guarda. Rosa Virginia pidió una explicación a Domingo Navarro. violinista huasteco amigo suyo, y éste le respondió: “Simplemente porque los instrumentos, lo mismo que todo lo demás, tienen alma”. Los honores huastecos a sus instrumentos musicales son similares a los que en los Altos de Chiapas hace el tzotzil a los suyos recién fabricados, dándoles a beber aguardiente para que produzcan bellos sonidos. Se trata, sin duda alguna, de una tradición muy antigua. Si nos remontamos a los tiempos que describen las fuentes coloniales tempranas hallaremos que los antiguos mesoamericanos rendían culto a sus aperos de labranza ya sus equipos de juego, y que en su constante trato con los seres de la naturaleza –hierbas, árboles, animales, rocas, corrientes de agua, llamas de fuego, astros, vientos y nubes- entablaban con todos ellos diálogos propiciatorios que revelan sus creencias en un mundo completamente animado. La explicación de Domingo Navarro tampoco es inusitada, William Madsen recogió una expresión similar entre nahuas de Tecospa, al sur del Distrito Federal: “Todo lo que Dios hizo tiene un alma espiritual, porque nada puede vivir sin espíritu”, y Vogt, al hablar de las creencias de los zinacantecos, dice que éstos atribuyen “almas innatas” incluso a objetos fabricados por el hombre.

Las almas de las criaturas se formaron el momento de la creación

Lo anterior pudiera resumirse en la afirmación de que el animismo ha sido muy importante en la tradición religiosa mesoamericana. pero la concepción indígena es mucho más profunda. Existe en el fondo del animismo un remoto paradigma mitológico que da sentido a la creencia. A él conducen, como indicios, las prácticas mágicas, para las cuales el animismo es uno de sus pilares. En efecto, los antiguos magos se enfrentaban a las más diversas criaturas del mundo tratándolas como si fuesen personas. Tal hacían con el agua, el fuego, el tabaco, las medicinas, los animales dañinos, las plantas domésticas, los peces, las abejas, los instrumentos, etcétera. Trataban de convencerlos de que facilitaran las tareas del mago o de sus clientes: la caza, la pesca, la recolección, el cultivo agrícola, la producción de manufacturas, el viaje, la curación de un paciente ... hasta el daño al enemigo. No era un diálogo fingido, simbólico, sino la aproximación por medio de la palabra y la acción a seres que creían capaces de escuchar sus ruegos, sus propuestas de alianza o sus amenazas.

Pues bien, hay elementos en los conjuros que indican que las “almas” de las criaturas eran más que meras entidades invisibles e inteligentes. De tal manera, algunos de los nombres que los magos daban a las criaturas pertenecían a los dioses mismos, y así, por ejemplo, llamaban al agua Chalchiuhcueye; otros conjuros –y en ello abundan los mayas del Ritual de los Bacabes- se referían a tas criaturas como a personajes que habían participado en las aventuras míticas durante el tiempo de la creación.

Todo apunta al enlace del tiempo primigenio con el tiempo del hombre, y esto lo corroboran otros datos de la Colonia temprana. Así, en el siglo XVII Jacinto de la Serna supo de sus feligreses que creían que los árboles tenían vida, pues consideraban que los árboles eran “hombres de otro siglo”. Si lo anterior se traduce al lenguaje moderno, entenderíamos que fueron seres que vivieron en otra dimensión temporal, en el periodo de la creación del mundo. Y entendiendo la creencia en su conjunto, se encuentra que dentro de cada criatura hay, invisible corno su alma, un ser divino que vivió las aventuras míticas del otro tiempo, ser que conserva sus capacidades intelectivas y con el cual los hombres sabios pueden comunicarse para propiciar sus acciones favorables.

¿Cómo entraron los seres míticos en los cuerpos de las criaturas?

El paradigma mítico puede resumirse de la siguiente manera: la Pareja Divina Suprema expulsó del cielo a sus hijos por un pecado que cometieron: los dioses desterrados vivieron intensas aventuras en su nueva morada, adoptando con frecuencia las formas de hombres o animales; uno de ellos se convirtió en el Sol, que sería el gobernante de las futuras criaturas del mundo; al aparecer por primera vez en el ciclo, el Sol exigió -o produjo- la muerte de todos sus hermanos. Cada uno de ellos, al perecer, o al recibir los terribles rayos solares, dio origen a la  aparición de una clase de criatura sobre la superficie de la tierra. Así, por ejemplo, en un antiguo mito de los nahuas, el dios Nanahuatzin se arrojó a una pira para convertirse en el Sol. Al salir, condenó a muerte a todos los dioses. El último en morir. Xólotl, se convirtió en el animal llamado ajolote.

La muerte de los dioses significa que su sustancia queda aprisionada en los seres mundanos y, por ello, sujeta a los ciclos de vida y muerte. El ajolote lleva dentro de sí al dios Xólotl, como esencia que le transmite las características de la especie. Cuando un ajolote muere, su porción de sustancia divina transita al inframundo; después vuelve a la superficie de la tierra, cuando nace otro ajolote.

Durante la creación, por lo tanto, los rayos solares capturaron, solidificaron a los dioses para que dieran origen a todos los seres existentes en el mundo, incluyendo entre ellos no sólo a los que pudiéramos considerar naturales, sino a los que serían fabricados por el hombre.

 

Alfredo López Austin. Doctor en historia por la UNAM e investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la misma institución.

Alfredo López Austin, “Los rostros de los dioses mesoamericanos”, Arqueología Mexicana, núm. 20, pp. 6-19.

 

 

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