Bernard Ortiz de Montellano
Muchas creencias medicinales aztecas siguen vigentes en México. En este artículo se presentan y analizan algunas de las prácticas medicinales aztecas en que se recurría a la magia.
Todos los sistemas médicos incluyen enfermedades y tratamientos a los que se atribuyen causas sobrenaturales, mágicas y naturales. La proporción atribuida a cada cual varía de un sistema a otro. Los aztecas no fueron la excepción. Aunque había un importante componente empírico en la medicina azteca, muchas de las enfermedades y de sus curas involucraban a la magia y lo sobrenatural. La enfermedad mágica se distingue de la enfermedad sobrenatural porque: 1) no es causada por los dioses, sino por otros humanos (brujos, chamanes, etc.) y 2) porque puede curarse por la intervención humana, en vez de recurrir a los rezos o peticiones a seres sobrenaturales, necesarios para las enfermedades causadas por los dioses. La magia puede dividirse en 1) magia de contacto, en la que la acción se provoca al contacto con un objeto mágico y 2) magia simpática o similar, en la que la acción se debe a que el efecto se parece al objeto mágico. Aunque en este trabajo me centraré en la magia medicinal, los aztecas no separaban las tres modalidades: magia, religión y ciencia, y sus remedios a menudo involucraban simultáneamente a las tres.
Brujos
La creencia de que una enfermedad puede causarse al introducir en el cuerpo objetos o fuerzas enviadas por chamanes y magos se encuentra en muchas sociedades. Los aztecas también creían que los brujos causaban esas enfermedades. Ya que los búhos eran símbolos del inframundo, el nombre azteca más común para el brujo era tlacatecólotl ("hombre búho"). Este personaje podía pronunciar hechizos, los que se alojarían en varias partes del cuerpo y se "manifestarían" como piezas de hueso u obsidiana. Como en otras partes del mundo, estas intrusiones solamente podían ser extraídas por otro brujo. Además, la gente podía ser llevada a la locura por unos brujos llamados teyollocuani, "el que come el corazón de la gente", o por aquellos llamados teyolpachoani, "el que oprime el corazón de la gente". En este caso la explicación de la enfermedad está en la creencia azteca de que en el corazón residía una fuerza anímica, teyolía, que entre otras cosas dotaba de razón a los humanos. Los brujos podían también dejar el xoxalli, una inflamación de los pies y de los tobillos, en la orilla del camino y transmitírselo al primero que pasara por ahí.
El embarazo
Como en gran parte del mundo, la magia estaba profundamente ligada con el embarazo. A menudo se trataba de magia simpática en la que las acciones de la madre afectaban al feto. Las mujeres embarazadas no debían mascar chicle porque, de hacerlo, el bebé nacería con labios hinchados o con paladar hendido y sería incapaz de mamar. Si quemaba mazorcas de maíz, el bebé nacería cacarizo. Si la mujer embarazada veía un ahorcado, el bebé nacería con el cordón umbilical alrededor del cuello. Una mujer embarazada que comiera tamales que se habían pegado a la olla tendría problemas para dar a luz, y si cuando tomaba un baño de vapor la temperatura era excesiva, el bebé se hincharía por el calor. Una creencia azteca que sigue ampliamente vigente en México y entre los mexicoestadunidenses en Estados Unidos es que las mujeres embarazadas deben evitar los eclipses lunares. Si una de ellas veía un eclipse lunar, su bebé nacería con labio leporino o tochicihuiztli ("la marca del conejo"). El nombre se refiere a un mito de creación azteca en el que la cara de un conejo quedó grabada en la luna. La manera en que se llamaba al eclipse lunar, metzqualoniliztli ("comerse la luna"), indica que el encogimiento de la creciente lunar se atribuía a mordida de ese animal. De esta manera, el feto expuesto a la luna durante un eclipse tendría una mordida en los labios -tenqualo ("comerse los labios"), otro nombre para el labio leporino. Para proteger al bebé de este destino, la mujer embarazada podía colocar un cuchillo de obsidiana en el abdomen. Hoy en día, un cuchillo o un objeto de metal, como una llave, se utiliza para ahuyentar un efecto no deseado.
Lenguaje y magia
El lenguaje es un componente importante de la magia. Un ejemplo de esto es la necesidad de repetir conjuros y cantos con absoluta precisión, tanto en la magia europea como en los rituales curativos navajos. Los chamanes utilizan el lenguaje mágico para realizar curaciones simbólicas y, al hacerlo, pueden producir un efecto placebo. Los hechiceros y curanderos aztecas utilizaban a menudo una jerga compleja y esotérica en los rituales curativos, el nahuallatolli ("discurso del nagual"); y se incrementaba su efectividad con referencias a mitos de creación. Las fracturas de huesos se trataban aplicando un emplasto al tiempo que se invocaba un conjuro que aludía a un mito, según el cual los huesos de los primeros humanos se rompieron cuando el dios Quetzalcóatl fue al inframundo para rescatarlos y volver a poblar la tierra. Las picaduras de escorpión se trataban chupando el veneno y frotando tabaco sobre la herida mientras se invocaba un mito de creación. El mito se refería al origen de los escorpiones debido a la seducción de un hombre llamado Yappan por la diosa Xochiquétzal. Las pústulas, o nanáhuatl, se curaban comiendo carne de colibrí. La carne de colibrí podía curar la enfermedad de manera mágica porque tanto el tratamiento como la enfermedad tenían una relación mítica con el Sol. El nombre de la enfermedad evoca al dios Nanahuatzin ("el buboso"), quien, durante la Quinta Creación, se sacrificó para convertirse en el Sol. Los colibríes estaban relacionados con el sol porque Huitzilopochtli ("colibrí de la izquierda"), el dios tutelar de los mexicas, era una deidad solar, y también porque se pensaba que eran las almas renacidas de los guerreros que habían acompañado al Sol desde el amanecer hasta el mediodía.
Traducción: Sandra Rozental
Bernard Ortiz de Montellano. Profesor emérito de antropología en la Wayne State University. Su especialidad es la antropología médica.
Ortiz de Montellano, Bernard, “Magia medicinal azteca”, Arqueología Mexicana núm. 69, pp. 30-33.
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