Marie-Areti Hers
En Cerro del Huistle se conservaron algunos vestigios de singulares estructuras mezclados con la tierra que azolvó paulatinamente los dos patios y con los escasos restos conservados de dos pequeños templos: armazones de madera de los cuales se habían colgado verticalmente hileras de cabezas humanas, junto con algunos otros restos humanos.
Hacia el año 600 de nuestra era, el septentrión mesoamericano vive su época de mayor auge. Muy diversos grupos emprenden nuevas migraciones al norte, en particular hacia el territorio de la cultura Chalchihuites, que se expande cientos de kilómetros a lo largo del flanco oriental de la Sierra Madre Occidental. En algunas partes de ese vasto territorio se desarrolló una práctica guerrera singular: la exposición pública de restos humanos, como bien de una comunidad entera ofrendado a la divinidad. Vestigios de esa naturaleza se han encontrado en algunos de los mayores centros de peregrinación de esa cultura, como Alta Vista, cerca del poblado de Chalchihuites, o La Quemada, ambos en el estado de Zacatecas. Aquí nos ocuparemos de otro sitio, de dimensiones modestas pero donde tanto las excavaciones como el arte rupestre asociado al asentamiento esclarecen varios aspectos de este singular tipo de ofrendas. Se trata de Cerro del Huistle, cercano a Huejuquilla el Alto, Jalisco, en la cuenca del alto Chapalagana o Atenco, en la entrada natural de la Sierra del Nayar.
Las excavaciones en la cumbre de esa pequeña meseta han documentado una larga ocupación, entre aproximadamente 100 y 900 d.C. Durante la última fase, entre 600 y 900, el lugar contaba con dos patios ceremoniales cuadrangulares, contiguos, rodeados de plataformas, con un pequeño recinto en el lado oriental de cada patio y una gran sala precedida de un pórtico del lado poniente. Cuando el lugar fue abandonado hacia 900 d.C., nunca más fue ocupado y por ello se conservaron algunos vestigios de singulares estructuras mezclados con la tierra que azolvó paulatinamente los dos patios y con los escasos restos conservados de dos pequeños templos: armazones de madera de los cuales se habían colgado verticalmente hileras de cabezas humanas, cuidadosamente perforadas, junto con algunos otros restos humanos (mandíbulas, ilíacos, huesos largos). Se extendían a todo lo largo de las plataformas que cierran el lado sur de los patios, en ambos flancos de uno de los pequeños templos y en el interior del otro. El estado de conservación no permite determinar un número preciso de cabezas así expuestas, pero probablemente suman varias decenas, si no un centenar. Además, en el relleno de una de las plataformas se hallaron agrupados cráneos perforados que acaso se depositaron ahí para dar lugar a nuevas cabezas en los tzompantlis del lugar, y debajo de la escalinata de uno de los templos se encontró un depósito más en ofrenda. Podemos por lo tanto suponer que dicha práctica tuvo suficiente duración como para acumular “sobrantes”. Por el gran cuchillo de obsidiana depositado en un nicho interior del altar al centro del patio, sabemos que el sacrificio humano fue practicado con ese valioso objeto traído de lejanas tierras al sur, de algún lugar del Eje Neovolcánico. En el arte rupestre directamente asociado al sitio hay una detallada representación de un sacrificio: un guerrero victorioso alza un gran mazo en una mano y en la otra la cabellera del enemigo que capturó. Cuatro oficiantes lo inmovilizan deteniendo sus manos y pies y un quinto hunde las manos en su pecho para sacarle el corazón.
Marie-Areti Hers. Investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Especialista en el septentrión mesoamericano, realiza trabajos arqueológicos y sobre arte rupestre en el marco de diversos proyectos interdisciplinarios.
Marie-Areti Hers, “Origen norteño del tzompantli”, Arqueología Mexicana núm. 148, pp. 72-74.
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