Simbolismo de la cabeza en Mesoamérica

Vera Tiesler

En fechas recientes han aparecido nuevas interpretaciones acerca de la práctica mesoamericana de exhibir cabezas y cráneos sobre estructuras ceremoniales: los enigmáticos tzompantlis. Además de los conocidos tzompantlis de Tenochtitlan y Chichén Itzá, se presentan nuevas conjeturas y datos sobre varias regiones y épocas. También se abordan el procesamiento posterior a la exhibición pública, el significado de los juegos de pelota, los “cráneos-tzompantli” y los “cráneos-trofeo” durante el Clásico maya, así como otros más del norte de México y de Veracruz.

 

De andamios sagrados y calaveras

Los tzompantlis mesoamericanos son tan enigmáticos como perturbadores ante el mundo occidental. Se trata de andamios, varas o cúmulos de despojos humanos –concretamente las cabezas de personas sacrificadas–, desplegados sobre plataformas y altares, a veces decorados con banderas. Algunos muestran calaveras empotradas o empaladas en sus costados y parecen imitar o completar los despliegues de cabezas que cargaban encima. En algunos casos, como en el huey tzompantli de Tenochtitlan, recientemente localizado a espaldas de la Catedral de México, estaban rematados por torres masivas hechas con cráneos y mortero. Los hallazgos e interpretaciones de los años recientes han permitido avanzar en la comprensión del fenómeno del tzompantli y sus matices en diferentes épocas y ámbitos (meso) americanos. En su mayoría, estos estudios confirman lo señalado por los cronistas novohispanos del siglo XVI, quienes hablaron de las enormes dimensiones y las grandes cantidades de cráneos ensartados en los sitios de Xocotlan, Cempoala o el mismo Tenochtitlan.

Pero si bien los relatos españoles dejan entrever la profusa presencia de tzompantlis en los territorios mesoamericanos de su tiempo, no ofrecen mayores explicaciones acerca de sus significados autóctonos ni del porqué eran cráneos y no otras partes humanas lo que se exhibía en público. Los primeros estudios arqueológicos, iniciados por Leopoldo Batres, se centraron en los mexicas y en menor grado en Tula y Chichén Itzá, y dieron lugar a los recientes esfuerzos por descifrar los paisajes sagrados de los tzompantlis , con mayor cobertura espacial y temporal. Destacan las investigaciones de los arqueólogos Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján en el Centro de México, y las de Carmen Pijoan y Ximena Chávez desde el punto de vista forense. Hoy, más que nunca, en los estudios de los tzompantlis  confluyen un sinnúmero de vertientes académicas; algunas de orden discursivo-escultórico, otras de tipo arqueológico y craneológico convencional, y otras más especializadas en técnicas analíticas de punta.

 

La cabeza en el cosmos de los antiguos americanos

 Cabe preguntarse sobre los significados que los mesoamericanos y otros pueblos antiguos atribuían a la “cabeza” en el contexto de la exhibición cefálica. Conviene recordar una serie de atributos que convierten a la cabeza en referente de todo nuestro pensamiento: no sólo ocupa un lugar capital en nuestro cuerpo sino contiene la mayoría de nuestros órganos sensoriales: la vista, el oído, el olfato y el gusto; además resguarda nuestro “disco duro” para que podamos pensar, reflexionar, hablar (e incluso cantar). Es la única parte de nuestro cuerpo que no podemos ver directamente, de tal manera que requerimos de un espejo para contemplarnos a nosotros mismos y al “yo”. Estos atributos, por sí solos, facilitan entender por qué la cabeza ha ocupado y sigue ocupando un sitio prominente en el imaginario cultural; asimismo, son diversos los esquemas, símbolos, metáforas y significados que las sociedades han construido en torno a tan importante parte de nuestra anatomía.

Aunque separados por miles de kilómetros, los pueblos andinos y mesoamericanos asignaban a la morfología cefálica el papel de locus  anímico, sede de la vitalidad humana, y en el caso de los aztecas del alma-calor tonalli . Más allá de su materialidad, la cabeza (en representación del cuerpo entero) propiciaba que esos pueblos vieran una suerte de impronta antropomorfa en los paisajes naturales. Diego González Holguín muestra, por ejemplo, cómo los incas aún identifican picos de cerros con narices y cómo el término uma  equipara las crestas montañosas con la “cabeza” de la tierra.

Numerosos pueblos mesoamericanos concebían la cabeza de un modo similar al andino: las cabezas hacían las veces de modelos antropomorfos de deidades y fuerzas naturales. Esa idea se refleja, por ejemplo, en la forma en que la antigua imaginería maya solía representar a los primeros hombres: como cabezas hechas a semejanza del dios del maíz. Por su parte, esta deidad luce un alargamiento cefálico que parece indicar que la divina mazorca-cabeza experimentó durante su infancia los efectos de la compresión cefálica. Entre los mayas también se daba relevancia al concepto de b’aahis  durante el primer milenio de nuestra era. Relacionado con la cara y en particular con la frente, el b’aahis  dotaba a la persona de identidad y estatus frente a la sociedad. Esa aceptación se extiende a las representaciones hechas con pincel o cincel, como lo plantearon David Stuart y Stephen Houston hace años.

Como contenedores de fuerzas animadas y portal de intercambio con el entorno, la cabeza catalizaba también las plegarias dirigidas a lo sagrado y al ciclo de la vida. En el ámbito mesoamericano, esas peticiones, penitencias y sacrificios pueden entenderse como cadenas alimenticias que se establecían entre lo mundano-terrestre y lo sagrado. Así, el comer y el dar-de-comer dotaban de movimiento, balance y sentido a la vida. Comenzaba en las entrañas de la tierra que nutría a los hombres, quienes a su vez proveían a los dioses con sus dones. Éstos podían ser reales o simbólicos, trascendían a las esferas de lo sagrado en estado crudo, rostizado, quemado o hervido, como fragancias, cortinas de humo o vapor, bolas de copal o envueltos como cuerpo-tamal. Ante los ojos de las congregaciones ceremoniales, las ofrendas se convertirían en (o de hecho ya serían) carne, y en especial carne humana.

En esta tónica, las cabezas humanas eran dones consumibles para nutrir lo divino durante y después del sacrificio humano, convirtiéndose su casco cefálico en semilla vitalizante, equiparable quizá con los granos del maíz, como lo ha sugerido Michel Graulich. De hecho, considerar el cráneo como semilla no es privativo de la esfera mesoamericana. También entre los pobladores de Tiwanaku, actualmente Bolivia, se pensaba que las cabezas-trofeo se convertirían en wawa- semillas o wawa -fetos. Éstos permitirían a las nuevas generaciones el tránsito liminal para que pudieran crecer y convertirse propiamente en personas, tal como lo asienta Deborah Blom.

Al ser cortada, la cabeza del difunto, por definición, se separa del resto del cuerpo. Luego, la disipación física se hace aún más evidente durante el traslado de la cabeza y, en su caso, durante su exhibición y depósito final como calavera. También el resto del cuerpo consagrado podía perder su integridad física; el corazón o la sangre se ofrecerían y se disiparían sus esencias ligeras. Otros restos pesados, como las piernas, los ojos o la piel, igualmente podían sufrir cada uno transformaciones culturales.

En el caso de la cabeza, una vez decapitado o desnucado el individuo, se podía hervir, desollar y descarnar para luego ser transformada en máscara. Podía ser depositada, pintada o perforada para luego ser ensartada en los maderos del tzompantli. Así, la cabeza podía convertirse en la fuerza natural que representaba antes de su inmolación, en particular cuando se trataba de festividades que las personas donantes protagonizaban en vida a modo de ixiptla ; ahora que había recorrido el pasaje mítico, la cabeza llegaría a conformar el paraíso arbóreo primigenio.

 

Vera Tiesler. Maestra en arqueología por la ENAH y doctora en antropología por la UNAM, con estudios en historia del arte, medicina y antropología física. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán. Se especializa en corporeidad, vida, muerte y sacrificio entre los antiguos mayas.

 

Tiesler, Vera, “Simbolismo de la cabeza en Mesoamérica”, Arqueología Mexicana núm. 148, pp. 22-27.

 

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