Teotihuacan, La Ciudad de los Dioses

Leonardo López Luján

Teotihuacan, Estado de México. La Ciudad de los Dioses

Teotihuacan (“lugar del endiosamiento”) fue la capital más célebre del Clásico mesoamericano (150-650 d.C.). Su grandeza y hegemonía se fincaron, sin embargo, varios siglos antes de que alcanzara el rango de ciudad. Entre 300 y 100 a.C., Cuicuilco con todo y sus 20 000 almas dejaba de ser el mayor asentamiento de la Cuenca de México, pues Teotihuacan lo había rebasado en número de habitantes. Tiempo después, en los albores de la era cristiana, tres cuartas partes de la población de la Cuenca se trasladaron al Valle de Teotihuacan, quizá debido a las erupciones del Xitle. Pero, ¿por qué se dio tal concentración humana en tan reducido espacio y por qué floreció, precisamente allí, la nueva ciudad?

Muchas eran las bondades que este valle de 500 km cuadrados ofrecía a los recién llegados. En aquel entonces, las sierras circundantes estaban pobladas por tupidos bosques de pinos y encinos. Más abajo proliferaban los pastizales y el matorral xerófilo, éste compuesto principalmente de magueyes y nopales. Y, en el fondo, una fértil planicie aluvial era irrigada de manera permanente por numerosos manantiales y por los escurrimientos de los ríos San Juan, San Lorenzo y Huixulco. A lo largo de sus cauces se desarrollaban galerías de ailes, ahuehuetes y ahuejotes, así como espesos tulares.

En este rico y variado ambiente, el hombre pudo recolectar una amplia gama de vegetales, y cultivar maíz, frijol, calabaza, chile, tomate y muchas plantas más. Las proteínas animales necesarias en su dieta las obtenía de la crianza de perros y guajolotes, y de la caza de conejos, liebres, venados, patos, gansos, codornices, palomas y armadillos. La proximidad al Lago de Texcoco le permitía el aprovechamiento de peces, tortugas, batracios e infinidad de insectos. El lago también le proveía de sal.

A su potencial alimentario, el valle sumaba el recurso mineral más importante en la economía de la época: la obsidiana. Con ella, los teotihuacanos elaboraron toda suerte de implementos que exportaron a los confines de Mesoamérica. Del Cerro Olivares, en las proximidades de Otumba, procedía la obsidiana gris veteada, en tanto que la verde era extraída de las minas de la Sierra de las Navajas, cerca de Pachuca. También podían explotarse en la región una arcilla de excelente calidad para la alfarería, el basalto, el tezontle, la toba y la andesita.

Otras dos condiciones muy favorables para el desarrollo urbano de Teotihuacan fueron, por una parte, la posición privilegiada de su valle en la ruta comercial más directa entre el Golfo de México y la Cuenca de México, y, por la otra, la presencia de numerosas cuevas y cavidades que, sacralizadas, convirtieron a la ciudad en un prestigiado santuario.

La antigua ciudad

Ciudad mesoamericana por antonomasia, Teotihuacan fue la capital de una de las civilizaciones más originales de la historia universal. Esta gigantesca metrópoli, particularmente densa y de carácter pluriétnico, debía su auge tanto a su condición de emporio artesanal y comercial como a su poderío militar. Teotihuacan mostraba a propios y extraños una asombrosa planificación, lograda a partir de dos ejes perpendiculares que ordenaban el espacio urbano. La Calle de los Muertos era el principal; orientado 15o 25’ al este del norte astronómico, desembocaba en la Plaza de la Luna. El otro, en sentido este-oeste, estaba menos definido y seguía el cauce modificado del río San Juan. Ambos ejes dividían el asentamiento en cuadrantes, haciendo corresponder la imagen urbana con la superficie terrestre, que tenía como símbolo sagrado la flor de cuatro pétalos.

Una visión a vuelo de pájaro revela una cerrada retícula, donde miles de rectángulos –los conjuntos de departamentos– se agrupan en barrios y éstos, a su vez, en distritos. En el centro y flanqueando la Calle de los Muertos se concentran los principales edificios religiosos y palaciegos, así como el que posiblemente fue la sede del mercado.

La arquitectura de Teotihuacan también se apegaba a un orden rígido, bajo el cual la simetría y las rítmicas repeticiones de los elementos ratificaban la idea de que la ciudad terrenal era una réplica del arquetipo divino. Imperaba en las formas la composición talud-tablero, suma de un paramento inclinado inferior con un marco rectangular en saledizo que bordea un lienzo plano. Esta combinación podía repetirse al infinito, superponiendo los módulos talud-tablero para formar así edificios de varios cuerpos con una apariencia de solidez y un alto valor plástico. Las líneas horizontales sobre el firmamento se interrumpían con almenas verticales de piedra –de carácter ornamental y simbólico– que coronaban los edificios. A la arquitectura pública correspondió una escultura igualmente monumental. Su estilo geométrico y frontal reprodujo en monolitos prismáticos animales, dioses y símbolos, generalmente asociados al mundo acuático, a la fertilidad, al tiempo y al poder político.

Cronología de las exploraciones en Teotihuacan

Siglos XV y XVI. Las actividades prehispánicas. A la llegada de los españoles, se suponía que en Teotihuacan había sido creada la última era o Quinto Sol y que las pirámides eran obra de dioses o de gigantes deformes. Durante décadas, los mexicas usan las ruinas como santuario y oráculo. Allí exhuman edificios enteros, sepulcros y ofrendas para recuperar reliquias que, más tarde, enterrarían en el Templo Mayor de Tenochtitlan.

Siglo XVII. Los estudios pioneros. Hacia 1675, el sabio novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora realiza en Teotihuacan la primera excavación arqueológica del continente. Aún se discute si exploró la Pirámide del Sol o la de la Luna; tampoco se sabe si pretendía verificar si la pirámide era completamente artificial o averiguar si estaba hueca y contenía una tumba. En las postrimerías del siglo, el italiano Giovanni Francesco Gemelli Carreri hace sus propios reconocimientos.

Siglo XVIII. Las indagaciones de los ilustrados. El caballero milanés Lorenzo Boturini inspecciona las ruinas y manda hacer un mapa de ellas durante su estancia en la Nueva España, entre 1736 y 1744. Más tarde, al cerrar el siglo, el capitán flamenco Guillermo Dupaix recorre el sitio y registra sus principales monumentos.

Siglo XIX. Los viajeros y los primeros científicos. William Bullock, Frédéric Waldeck, la marquesa Calderón de la Barca y muchos viajeros más visitan Teotihuacan. Durante el imperio de Maximiliano, un equipo franco-mexicano elabora el primer plano preciso de la ciudad y lleva a cabo excavaciones estratigráficas. En 1884 y 1886, el arqueólogo mexicano Leopoldo Batres saca a la luz los murales del Templo de la Agricultura, mientras que el francés Désiré Charnay excava los llamados Edificios Superpuestos.

Siglo XX. Los trabajos arqueológicos modernos. Entre 1905 y 1910, Leopoldo Batres excava y reconstruye la Pirámide del Sol bajo los auspicios de Porfirio Díaz. En 1917-1922, Manuel Gamio lleva a cabo su famoso proyecto antropológico integral del valle. Sigvald Linné, Alfonso Caso, Pedro Armillas y Laurette Séjourné excavan distintos conjuntos de departamentos. En los sesenta, William T. Sanders estudia el valle, René Millon, Bruce Drewitt y George Cowgill elaboran el plano de la ciudad, e Ignacio Bernal reconstruye la Calle de los Muertos. Las últimas décadas están marcadas por los espectaculares hallazgos de Rubén Cabrera y Saburo Sugiyama en las pirámides de la Serpiente Emplumada y de la Luna.

 

Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París. Investigador del Museo del Templo Mayor, INAH. Fue codirector del Proyecto Xalla y actualmente es miembro del Proyecto Pirámide de la Luna, ambos en Teotihuacan.

López Luján, Leonardo, “Teotihuacan, Estado de México. La Ciudad de los Dioses”, Arqueología Mexicana, núm. 74, pp. 76-83.

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