Joseph B. Mountjoy, Fabio Germán Cupul-Magaña, Jill A. Rhodes
La evidencia indica que en el Valle de Mascota, Jalisco, ca. 800 a.C., existía entre los indígenas el concepto del perro como acompañante del difunto al más allá y a veces servía en ese viaje como portador del alma del muerto.
Íntimo compañero de los humanos desde el Paleolítico Superior en Europa, el perro fue domesticado para que ayudara en la caza de animales grandes y se le recompensaba con las sobras de la carnicería. Como ayudante de cazadores y recolectores, el perro llegó a Norteamérica alrededor de 8000 a.C. y a México aproximadamente en 2000 a.C., a tiempo para participar en el paso de la vida nómada de cazadores/recolectores a la vida sedentaria de gente que dependía del cultivo de plantas domesticadas.
En esta nueva forma de vida, durante el periodo conocido como Formativo o Preclásico, el perro empezó a desempeñar nuevos papeles en la sociedad. Uno de ellos fue el de alimento, para abastecer de proteína a una población creciente. Otra función era simbólica o religiosa y este papel se fue haciendo más complejo y se difundió por Mesoamérica al grado de que al momento de la conquista española el perro era un símbolo religioso muy importante entre los mayas y los nahuas.
Para los nahuas, a principios del siglo XVI el perro servía de comida ritual y era un animal apropiado para el sacrificio, e incluso a veces servía de sustituto para el sacrificio humano. Los nahuas tenían la creencia de que el perro portaba el espíritu de un difunto al otro lado de un gran río en el inframundo. Además, el perro se relacionaba con varios dioses en el calendario de los mexicas, especialmente con Mictlantecuhtli. Para los nahuas, otro aspecto importante del perro fue su asociación con el fuego y el Sol, y se le consideraba como dios del juego de pelota y el hermano gemelo de Quetzalcóatl.
Pero ¿cuándo, dónde y cómo empezó el cambio del perro de ser un sencillo ayudante en la caza, y fuente de proteína, a desempeñar un papel importante en la religión y el simbolismo en Mesoamérica? Parece que esta transición empezó durante el Preclásico Medio y el Occidente de México fue parte de este proceso. Parte de la evidencia se encuentra en contextos funerarios en el Valle de Mascota, Jalisco, ca. 800 a.C.
Efigies de perros
En tumbas en el panteón de El Pantano encontramos cuatro efigies de perros. Estas efigies probablemente representan al perro con pelo de aspecto “normal” (itzcuintli), la variedad de perro prehispánico más abundante, o al perro “pelón” o “raro”, el xoloizcuintli. Una efigie es muy chica (sólo 9 cm de largo y 4.2 cm de altura) y sólida, y fue una de diez ofrendas encontradas con los restos envueltos en el bulto de una mujer de 18 a 24 años de edad, y un niño(a) de 3.5 a 6.5 años de edad. La segunda efigie es una vasija/botella color anaranjado en forma de perro que tiene un rostro con apariencia humana y perforaciones en las orejas y en la nariz para poner adornos, así como líneas verticales pintadas en negro sobre las piernas y en el área de las costillas. Esta efigie fue encontrada en la cámara sur de una tumba de tiro con dos cámaras funerarias, y estaba asociada con los huesos envueltos en el bulto de un adulto de 24 a 35 años de edad.
La tercera efigie de perro fue encontrada en la cámara norte de la misma tumba y estaba asociada con los huesos desarticulados de una mujer de 12 a 18 años de edad. Esta efigie es una vasija/botella chica y sin pintura en la superficie. La cuarta efigie fue uno de los seis objetos de una ofrenda colocados con los restos articulados de una mujer de alrededor de 21 años. Esta mujer estaba acompañada por los restos de un infante de 6 a 12 meses de edad. Tal efigie también es una vasija/botella y tiene trazas de pintura anaranjada en la cara y el cuerpo. El rostro de la pieza tiene cierta apariencia humana, y hay perforaciones en las orejas y la nariz para poner adornos.
Otras dos efigies de perro (itzcuintle o xoloitzcuintle) fueron encontradas en un campo de cultivo en el sitio de El Ixpostle. Ambas piezas provinieron de una tumba que fue destapada por el arado. El dueño también recuperó cuatro figurillas humanas sólidas de otras tumbas en el mismo sitio. Se calcula que estas tumbas son aproximadamente contemporáneas de las de El Pantano. Una de las efigies de perro es sólida y tiene perforaciones en la cabeza y el cuello para poner pelo. La otra efigie de perro es una vasija/botella.
Además, de una tumba de tiro con tres bóvedas y que había sido parcialmente saqueada en el sitio de El Embocadero II, rescatamos una ofrenda de un sartal de dientes de perro que han sido identificados como de perro doméstico (Canis lupus familiaris) y dos cuentas tubulares de hueso que posiblemente también sean de perro doméstico. Este sartal acompañaba los restos de una mujer que al fallecer tenía entre 35 y 55 años de edad.
Cabe mencionar dos objetos de piedra en forma de animal que posiblemente sirvieron como herramientas para moler granos o para machucar fibras. Una de estas piezas fue encontrada en una tumba en El Pantano y la otra en una tumba de El Embocadero II. Pero no se sabe si ambos objetos representan perros o no.
Joseph B. Mountjoy. Doctor en arqueología, investigador de la Universidad de Guadalajara.
Fabio Germán Cupul-Magaña. Doctor en oceanología, investigador de la Universidad de Guadalajara.
Jill A. Rhodes. Doctora en antropología física, profesora asistente en la Drew University, Madison, Nueva Jersey.
Mountjoy, Joseph B., Fabio Germán Cupul-Magaña, Jill A. Rhodes, “El perro en contextos funerarios. Valle de Mascota, Jalisco”, Arqueología Mexicana núm. 125, pp. 54-57.
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