El universo temporal en el pensamiento maya
La tierra se subdivide en cuatro sectores o rumbos, idea que claramente deriva de la observación de la trayectoria del Sol en su ciclo anual, y del conocimiento de los equinoccios y los solsticios. Así, en la cuadruplicidad se funden el espacio y el tiempo. Las “cuatro esquinas del mundo” estarían en las posiciones noreste, noroeste, suroeste y sureste (Villa Rojas, en León- Portilla, 1994, p. 136). Si bien la significación religiosa del oriente y el poniente fue la esencial, por el carácter sagrado del Sol, el norte y el sur tuvieron también su propia significación en el espacio sagrado; ellos corresponden a los solsticios, y el carácter especial de estos momentos es manifiesto en múltiples obras arquitectónicas construidas especialmente para observarlos.
La importancia de los cuatro rumbos se corrobora con la existencia de glifos para cada uno de ellos, y con el descubrimiento de una tumba en Río Azul, Guatemala (localizada en 1985 por Richard E. W. Adams), en cuyas paredes aparecen los glifos justamente en las direcciones reales.
Cada rumbo tiene como símbolos un color, una ceiba –sobre la cual se posa un ave–, un tipo de maíz, un tipo de frijol y diversos animales. Las ceibas sostienen el cielo al lado de deidades antropomorfas llamadas bacabes o pahuahtunes, que también fungen como ordenadoras del mundo. Los cuatro colores, que comparten todos los seres de cada rumbo, son los del maíz: blanco para el norte, negro para el poniente, amarillo para el sur y rojo para el este. Y en sentido vertical, están el cenit, en el punto más alto de los cielos, y el nadir, en el punto más bajo del inframundo, que son los dos polos del eje cósmico, el axis mundi; pero el punto central del universo entero es el centro de la tierra, donde reside el hombre. Este punto es el umbral de comunicación de todos los espacios, por donde los hombres sacralizados podían ascender al cielo y bajar al inframundo. Su símbolo en el libro de Chumayel es la ceiba verde o “Gran Madre Ceiba”, que atraviesa los espacios verticales, puesto que sus raíces penetran al inframundo y su fronda a los cielos; y el pájaro que se posa en lo alto es el quetzal, ave sagrada por excelencia de los mayas.
Las fuentes revelan que la cuadruplicidad no se limitaba al nivel terrestre, sino que abarcaba al celeste y al infraterrestre, constituyendo tal vez las cuatro caras de las pirámides; así, el cosmos tendría la forma de un octaedro o prisma romboidal de ocho caras, más que de un cubo. Según esta visión, las principales construcciones de los mayas: la pirámide y la plaza, son símbolos del cielo piramidal y de la tierra cuadrangular; la plaza siempre obedece a un modelo rectilíneo, es decir, es cuadrada o rectangular, y la pirámide es símbolo de la montaña sagrada, pero ésta, a su vez, representa el cielo o el inframundo, como se constata en varias ciudades mayas, por ejemplo, Palenque (De la Garza, 1998, pp. 49-59).
Este cosmos geométrico (que tiene también símbolos animales, como el dragón y el cocodrilo) no es estático, sino que está en constante movimiento, del mismo modo que el Sol, quien determina su estructura y su dinamismo. La concepción maya del cosmos deriva del desarrollo de notables conocimientos, que nosotros llamamos matemática y astronomía, logros que los mayas dejaron consignados gracias al hecho de haber creado una escritura altamente desarrollada.
Mercedes de la Garza. Doctora en historia por la UNAM. Investigadora del Centro de Estudios Mayas, IIF, UNAM. Fue directora del Museo Nacional de Antropología. Investigadora emérita del Sistema Nacional de Investigadores y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia.
De la Garza C., Mercedes, “El universo temporal en el pensamiento maya”, Arqueología Mexicana, núm. 103, pp. 38-44.
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