Vera Tiesler
La práctica de exhibir cabezas y cráneos sobre estructuras ceremoniales se difundió hacia el segundo milenio de nuestra era y representa un giro en la ritualidad mesoamericana que suponemos acompañó un incremento de los sacrificios humanos. Estudios recientes de cráneos perforados en Chichén Itzá abordan los procesamientos de las cabezas humanas de los sacrificados y su exhibición pública en la época posterior al colapso maya.
De calaveras y secuencias rituales
Una reciente revisión de cráneos perforados en Chichén Itzá brinda nuevas pistas sobre el procesamiento y la exhibición de cabezas sobre maderos en los tzompantlis. No obstante, sería un atrevimiento pretender entender estos cráneos como un fenómeno aislado al considerar que, como todo paso ritual, los muros o “árboles” de cabezas formaban parte de programas ceremoniales diversos y prolongados, que respondían a la necesidad de propiciar a las fuerzas sagradas, promover el paso del tiempo y procurar el bienestar colectivo.
Claro está que algunos gobiernos abusaban de las ceremonias de sacrificios para convertirlas en intimidantes demostraciones de poder. Desde mucho antes de que surgiera el régimen de Chichén Itzá, ya había gobiernos en Mesoamérica que recurrían a la carnicería ostentosa bajo el abrigo del culto religioso. Pero fue en Chichén Itzá donde esta violencia institucional adquiriría dimensiones y matices autocráticos jamás vistos. En Chichén Itzá se instauró con fuerza un nuevo orden militar, político y económico, vinculado con el culto a la serpiente emplumada, que iba a la par con nuevos mitos, nuevas fuerzas sagradas y representaciones rituales. Una retórica claramente totalitaria permea el cosmograma urbano de la nueva Chichén Itzá, con la que se erige el juego de pelota más grande de toda Mesoamérica y una enigmática plataforma tipo tzompantli. La arquitectura enmarca corredores escultóricos aterradores de cruentas batallas, sacrificios anónimos y pestilentes despojos humanos exhibidos en masa. Estos espacios cobraban vida al llenarse de gente al paso de las procesiones multitudinarias. Cortinas de humo, bulla y alboroto envolverían la consagración de triunfos y pactos entre las nuevas alianzas terrestres y cósmicas.
Sacrificio humano, procesamiento y exhibición póstuma
La iconografía de Chichén Itzá representa recurrentemente dos formas de dar muerte a las víctimas sacrificiales: la extracción del corazón y la decapitación. En tanto que la primera se realizaba por lo general por debajo de la caja torácica, tendiendo a la víctima sobre un altar que servía para tal efecto, la decapitación –como forma de privación de la vida– estaba asociada con el juego de pelota y parece haberse llevado a cabo con la víctima hincada; uno o varios cortes podían cortar la nuca desde arriba y así darle muerte. Aún latiendo, el corazón expulsaría chorros de sangre que se representaban como haces serpentinos. Mientras que la donación de las esencias vitales –la sangre y el palpitante corazón– culminaban el ceremonial del que fueron objeto, la materia remanente y pesada de los cuerpos sería el blanco de ulteriores procesamientos. Así, podía separarse y hervirse la piel para investir a los guerreros. Con las piernas se elaboraban objetos rituales, como aquellos que después serían conocidos como raspadores u omichicahuaztli.
Algunas partes del cuerpo se exhibían en público, como las cabezas, ya fuera desolladas o descarnadas. Éste es el motivo recurrente en la plataforma del tzompantli de Chichén Itzá, construido en forma de T. Mientras que la parte rectangular llevaba en sus costados cientos de cabezas en diferentes estados de descomposición, en la escalera este se ven guerreros semidescarnados, un lúgubre escenario subterráneo, repleto de serpientes y criaturas telúricas. En el Templo de los Jaguares contiguo se ven corazones humanos en garras y fauces de animales depredadores. ¿Qué nos comunican estos festines de consumación sagrada? ¿Cómo fueron procesados los cuerpos en la realidad? ¿Qué era lo que se exhibía?
Por lo pronto sabemos que al final del ritual, los despojos humanos podían enterrarse en espacios públicos o se sumergían para siempre en las profundidades del Cenote Sagrado, que por muchos siglos funcionó como portal de comunicación con lo sagrado en Mesoamérica. Concentraciones humanas de este tipo fueron excavadas también dentro de la misma plataforma del tzompantli, junto con altares chacmool. De igual manera, se han encontrado restos en el subsuelo de la Gran Plaza y en especial en las inmediaciones del Castillo. Ahí los vestigios humanos se encuentran mezclados con restos de animales, sin formar entierros propiamente dichos. Una buena parte de esos restos, excavados recientemente por Rafael Cobos y su equipo, muestran marcas antropogénicas en forma de deslizamientos sobre el hueso, cortes, arrancamientos, fracturas, laceraciones, percusiones; también se observan marcas de reciclaje para hacer objetos. Aunque con las limitaciones propias del tipo de contexto, los vestigios permiten reconstruir algunas secuencias de procesamientos humanos que presumimos eran en su mayoría postsacrificiales.
Aun más elocuentes que los rellenos descontextualizados de la Gran Plaza son los registros de un escondite que apareció debajo del Caracol. Ahí los investigadores de la Institución Carnegie recuperaron 18 mandíbulas y una fila de cráneos humanos entre otros restos descarnados. Al menos cuatro cráneos muestran marcas que estuvieron atravesados por un madero. Debe señalarse que las fisuras de impacto, percusiones y arrancamientos que documentamos en las calotas de adultos y adolescentes del Caracol son variados en tamaños y contornos, lo que habla de diversidad o, con mayor probabilidad, de una falta de estandarización en su manufactura.
Vera Tiesler. Maestra en arqueología por la ENAH y doctora en antropología por la UNAM, con estudios en historia del arte, medicina y antropología física. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma de Yucatán. Se especializa en corporeidad, vida, muerte y sacrificio entre los antiguos mayas.
Tiesler, Vera, “Cráneos perforados y tzompantlis en Chichén Itzá”, Arqueología Mexicana núm. 148, pp. 46-51.
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