El Museo Etnológico de Viena resguarda un objeto que ejemplifica el modo en que el oro era usado en Mesoamérica a finales del periodo prehispánico. Conocido como Penacho de Moctezuma, consiste en un suntuoso tocado de plumas de color verde, café y azul. En él, el metal dorado aparece como laminillas con forma de escama, disco y media luna entretejidas en la estructura interna. En teoría, fue uno de los presentes que Moctezuma entregó al grupo de conquistadores encabezado por Hernán Cortés en 1519 para disuadirlos de proseguir su marcha hacia la Cuenca de México. Los documentos del siglo XVI registran el uso de artefactos de plumas y oro en los atavíos, la parafernalia, los regalos políticos y los ajuares fúnebres de altos dignatarios, sacerdotes y guerreros, así como en representaciones de dioses. La producción, distribución y consumo de estas piezas estaba marcada por la existencia de sociedades en extremo jerarquizadas, en las cuales el estatus y el prestigio constituían factores de poder.
La evidencia arqueológica sugiere que varias ciudades mayas importaron piezas de oro, tumbaga y oro en bruto del istmo de Panamá y de otras partes de Mesoamérica entre 550 y 1539 d.C., y que el mineral dorado fue trabajado por orfebres mixtecas alrededor de 1200, y por orífices de la Cuenca de México en los siglos XV y XVI. La importancia del oro radicaba en la manera en que, junto a las plumas y piedras preciosas, daba lugar a objetos que fortalecían las relaciones de poder entre las elites políticas, militares y religiosas.
Ello llevaba implícito el aprovechamiento de sus cualidades mediante técnicas orfebres y simbolismos que lo vinculaban al Sol y la guerra. Dada la irregular distribución de yacimientos de oro, su uso presuponía el establecimiento de redes suprarregionales de extracción y circulación de minerales. La historia del oro en Mesoamérica ejemplifica la forma en la que los productores y los consumidores de bienes suntuarios se adaptaron a la disponibilidad y las propiedades del metal y de otros recursos naturales, convirtiéndolos en materiales valiosos.
Escaso, amarillo y brillante
Según el Códice Florentino, los mexicas “no [escarbaban] para sacar el oro […] sólo los tomaban de las arenas de los ríos […] en donde venía a caer como grano de maíz” (López Austin, 1974, p. 103). La referencia deja entrever las cualidades del oro mesoamericano. En efecto, sostiene que era extraído mediante el lavado de los sedimentos acumulados en los recodos de ríos y riachuelos. Sugiere, por tanto, que se presentaba bajo la forma de oro nativo, es decir, como un mineral que manifestaba propiedades prototípicas del elemento oro: color amarillo, brillo, maleabilidad, tenacidad, resistencia a la oxidación y punto de fusión de 1 064 °C. La comparación con el grano de maíz se debe tanto a su tonalidad amarilla como al tamaño en el que solía aparecer. El metal dorado se caracterizaba además por ser extremadamente escaso. Las cualidades mineralógicas del oro condicionaron el modo en que era trabajado y simbolizado en Mesoamérica. A diferencia de las tradiciones orfebres prehispánicas de América Central y América del Sur, que al disponer de pródigos yacimientos podían elaborar objetos de oro de gran tamaño o número, las de Mesoamérica debieron desarrollar técnicas que neutralizaban la escasez del mineral.
Por una parte, se beneficiaron de la maleabilidad y tenacidad de los granos de oro para golpearlos y reducirlos a láminas delgadas, flexibles y recortables. Por la otra, aprovecharon que sus atanores alcanzaban temperaturas capaces de fundir oro para verter el líquido resultante sobre una figura de barro o carbón recubierta de una fina película de cera que, al enfriarse, quedaba cubierta por una delgada capa metálica (vaciado a la cera perdida).
Las piezas conformaban al final joyas y otros objetos pequeños o se adaptaban a la forma y función de productos más voluminosos de plumas o piedras. El oro operaba como materia prima complementaria de recursos relativamente abundantes. Según el Códice Florentino (López Austin, 1974, p. 105), les proporcionaba brillo a los bienes suntuarios.
El simbolismo del oro y su singularidad respecto a otras materias primas derivaban de sus cualidades de color amarillo y brillo metálico. Los vocablos maya-yucateco ta’kin (“excremento solar”) y nahua cóztic-teocuítlatl (“excrecencia divina amarilla”) destacan su color amarillo y lo vinculan al Sol. Pertenecía, en consecuencia, al espectro simbólico del astro, es decir, representaba los campos abrasados, la luz, el maíz maduro, la vegetación lánguida de la época seca y la guerra. Era, por consiguiente, el opuesto-complementario de las piedras y las plumas verdes, cuyo color remitía al sector femenino, la oscuridad, las tierras húmedas, la hierba joven, la temporada de lluvias y la fertilidad agrícola. El valor del oro y los otros materiales preciosos residía en su capacidad de transmitir, siempre como conjunto, significados religiosos. De ahí que se encuentren artefactos de y con oro en ofrendas votivas y atavíos de dioses y sacerdotes. El simbolismo supuso así otra forma de neutralizar la escasez del mineral al dotar de sentido sus cualidades únicas de color amarillo y brillo metálico.
Óscar Moisés Torres Montúfar. Historiador de la minería. Candidato a doctor en historia por El Colegio de México.
Torres Montúfar, Óscar Moisés, “Cualidades, valor e importancia de un metal precioso”, Arqueología Mexicana, núm. 144, pp. 14-18.
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