Leonardo López Luján, Francisco Alonso Solís Marín, Belem Zúñiga-Arellano, Andrea Alejandra Caballero Ochoa, Carlos Andrés Conejeros Vargas, Carolina Martín Cao-Romero, Israel Elizalde Mendez
In memoriam Alfonso Lacadena
Recientes descubrimientos arqueológicos nos hablan de la enorme importancia simbólica que tuvieron los océanos para las sociedades prehispánicas del Centro de México. Hoy sabemos que, junto con tiburones, peces, cangrejos, langostinos, conchas, caracoles y corales, los mexicas depositaron cientos de estrellas de mar en las ofrendas de su principal recinto sagrado.
En las excavaciones de los asentamientos rurales de la Cuenca de México que datan del periodo Posclásico Tardío (siglos XIV-XVI d.C.), los arqueólogos suelen recuperar restos de fauna silvestre local que era capturada por los campesinos para servirse de ella como alimento o como materia prima en la confección de instrumentos y ornamentos. Sobresalen, en orden de abundancia, los patos, los conejos, las ranas, los venados, las tortugas, los armadillos, las codornices, los peces y los moluscos de agua dulce. Obviamente, también se encuentran con frecuencia huesos de animales domesticados como el guajolote y el perro.
En cambio, son mucho más variados los vestigios de animales hallados en los asentamientos urbanos que eran vecinos y contemporáneos a las aldeas, más aún cuando se exploran sus palacios y centros ceremoniales. Esto es particularmente evidente en el recinto sagrado de la antigua ciudad de Tenochtitlan, cuyos depósitos rituales se distinguen por una inusitada riqueza y diversidad biológicas. Tras cuatro décadas de trabajos, los miembros del Proyecto Templo Mayor (PTM) hemos exhumado decenas de miles de individuos, pertenecientes a cientos de especies faunísticas que se agrupan en seis filos diferentes: las esponjas, los celenterados, los equinodermos, los artrópodos, los moluscos y los cordados. Estos últimos están representados por las clases de los peces cartilaginosos, los peces óseos, los anfibios, los reptiles, las aves y los mamíferos.
Una segunda diferencia tiene que ver con la preeminencia en el corazón de Tenochtitlan de organismos endémicos de regiones muy lejanas a la Cuenca de México. Eran importados por los mexicas de prácticamente todos los confines de su imperio e incluso más allá, de ecosistemas tan contrastantes como las selvas tropicales, las zonas templadas, las regiones semiáridas y áridas, las lagunas costeras, los esteros, los manglares y los ambientes oceánicos. Por lo general, no se trata de animales comestibles, sino de aquellos a los que se atribuían en tiempos prehispánicos profundos valores cosmológicos y divinos. Por tal razón, sus restos, más que hablarnos de la dieta o de las actividades artesanales del habitante citadino promedio, nos informan cuáles eran los usos simbólicos que los miembros de las elites les daban a estas extrañas creaturas.
Hallazgos recientes
En este artículo nos enfocaremos en las nuevas especies de animales marinos descubiertas por el PTM entre 2007 y 2018. La investigación comenzó con la aparición recurrente en nuestras excavaciones de unas enigmáticas placas calcáreas de carbonato de calcio de muy variadas formas. Todas ellas son diminutas: normalmente sus dimensiones oscilan entre 2 y 15 mm, aunque algunas sólo se perciben con ayuda del microscopio óptico. Estas placas aparecieron en el interior de los depósitos rituales que se encontraban por debajo y al oeste del monolito de la diosa terrestre Tlaltecuhtli; es decir, pocos metros al poniente de la fachada principal del Templo Mayor. De manera sugerente, solían conformar tres concentraciones bien definidas, distribuidas a manera de triángulos, en cada una de las cajas de ofrenda de esa área. De acuerdo con nuestros análisis espaciales, dichas concentraciones de placas calcáreas descansaban invariablemente sobre abanicos de mar y, en ocasiones, se hallaban próximas a huesos de peces o de anfibios. Inferimos por ello que integraban el nivel vertical de organismos marinos con el que los sacerdotes aludían al inframundo acuático de la cosmovisión mesoamericana.
Con el fin de identificar a qué organismos pertenecían tan extrañas placas, los miembros del PTM recurrimos a un sinnúmero de especialistas, quienes invariablemente nos decían que nunca habían visto nada semejante. En el mejor de los casos, nos adelantaban con grandes reservas algunas hipótesis: por ejemplo, que podría tratarse de algas calcáreas, de esponjas calcáreas, o bien, de rodolitos (los conglomerados esféricos de fragmentos de concha y arena que se encuentran en las playas). Todas estas propuestas resultaban sugerentes, pero al tratar de corroborarlas nos dábamos cuenta de que eran callejones sin salida. Las cosas cambiaron cuando nos asociamos con miembros del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología de la Universidad Nacional Autónoma de México (ICML-UNAM), específicamente con Francisco Alonso Solís Marín y sus colaboradores, quienes son coautores del presente artículo y expertos en el tema de los equinodermos. Abramos aquí un paréntesis para aclarar que los equinodermos, cuyo nombre viene del griego ekhino, “espina”, y derma, “piel”, son invertebrados distribuidos en todos los océanos del mundo. Actualmente, se dividen en cinco grandes clases: Crinoidea, correspondiente a los lirios de mar; Asteroidea, que agrupa a las estrellas de mar; Ophiuroidea, perteneciente a las llamadas estrellas serpiente; Echinoidea, que incluye a los erizos, las galletas y los corazones de mar, y finalmente Holothuroidea, clase donde se encuentran los pepinos de mar.
Volviendo a esta fructífera colaboración con la UNAM, hay que decir que gracias a ella se lograron identificar varios taxones de equinodermos que llegaron a Tenochtitlan desde los litorales mexicanos hace más de medio milenio. Entre ellas podemos mencionar dos especies de erizos de mar (Echinometra vanbrunti y Eucidaris thouarsii), cuatro de galletas de mar (Clypeaster speciosus, Encope laevis, Mellita quinquiesperforata y M. notabilis), una de bizcocho de mar (Meoma ventricosa grandis) y una más de ofiuro (Ophiothrix rudis).
El análisis de las placas calcáreas arrojó que se trataba de endoesqueletos de estrellas de mar. Al respecto, vale la pena aclarar que las estrellas, al morir, entran a un rápido proceso de descomposición en el que pierden la piel y los tejidos orgánicos que conectan las placas que constituyen su esqueleto interno. Es por ello que, ya secas, se desintegran fácilmente y quedan reducidas a simples cúmulos de placas desarticuladas. Pese a su avanzado estado de degradación, el hecho de que estuviéramos ante los restos de estrellas de mar tenía implicaciones científicas gigantescas, pues sabíamos de la enorme importancia que estos animales marinos tenían en la cosmovisión indígena de México. La mayoría de los organismos que integran esta clase se distinguen por una clara y muy vistosa simetría radial. Sus cuerpos suelen ser esbeltos y tienen una forma pentagonal. Proliferan en todas las longitudes y latitudes oceánicas, así como en cualquier tipo de ambiente marino, pero nunca en aguas dulces. En la actualidad se han identificado 227 especies en las costas mexicanas, de un total de 1 800 especies que se conocen mundialmente.
Así las cosas, nos lanzamos a la aventura compartida. Las placas desarticuladas de las estrellas fueron limpiadas con gran cuidado en el laboratorio de campo y luego contabilizadas, llegándose a la elevada cifra de 49 633. Luego se hizo la separación de acuerdo con las diferencias en su morfología, entre las que podemos citar las placas actinales, abactinales, adambulacrales, del surco ambulacral, carinales, madrepóricas, marginales, los odontóforos y las espinas. En algunos casos se identificaron diminutos fragmentos de piel. Sobre esta base se pudo emprender la clasificación taxonómica, y con bastante frecuencia se llegó al nivel de especie. Para ello, los restos arqueológicos se compararon con ejemplares modernos colectados en las playas de México y depositados en la Colección Nacional de Equinodermos “Dra. María Elena Caso Muñoz” del ICML-UNAM. En ciertos casos fue necesario eliminar la piel de algunos ejemplares modernos, esto con ayuda de cloro, con el fin de dejar al descubierto las placas y lograr así la comparación visual.
Como resultado del proceso, se identificaron seis especies de estrellas en 13 de las 54 ofrendas excavadas en torno al monolito de la diosa Tlaltecuhtli. Cinco especies proceden de las costas del Pacífico: Luidia superba (esbelta, de tonalidades verdosas con manchas negras), Astropecten regalis (mediana, de color amarillo pálido o rojo encendido), Phataria unifascialis (esbelta, de color azul grisáceo, rosa pálido o morado), Nidorelia armata (robusta, de color café oscuro con áreas centrales blancas o amarillas) y Pentaceraster cumingi (mediana, de color rojo encendido o anaranjado). En cambio, del Océano Atlántico sólo proviene una especie: Astropecten duplicatus (esbelta, de color violáceo o verde oliva). Estas seis especies se desarrollan en una amplia gama de sustratos: pastos marinos, fango, arena, grava, piedra o coral. Sus ejemplares pueden ser colectados fácilmente por el hombre, ya sea caminando entre las olas a la orilla del mar o buceando a pulmón libre en rápidas inmersiones no mayores a 20 m de profundidad.
Es interesante que a escasos minutos de haber sido extraídas del agua, las estrellas perecen, y unas cuantas horas después se inicia el proceso de descomposición, que las hace perder su colorido natural y emitir olores desagradables. Existe la posibilidad de que las estrellas de mar se transportaran a la capital imperial ya muertas, secas y desprovistas de sus vivas tonalidades, pero también es factible que se colectaran con vida y se trasladaran de inmediato hasta Tenochtitlan en el interior de recipientes cerámicos repletos de agua de mar, con el fin de preservar las vistosas coloraciones de su piel. Un viaje de tal naturaleza implicaría un desplazamiento a pie de más de 245 km desde las costas atlánticas y al menos de 290 km desde las pacíficas. Si como estima Kenneth Hirth, un porteador recorría habitualmente 25-30 km por jornada, serían necesarios 8.2-9.8 días para caminar la primera distancia y 9.7-11.6 días para la segunda.
Las estrellas vivas, una vez llegadas a Tenochtitlan, pudieron haber sido mantenidas por largo tiempo en los estanques de agua salada que existían en el vivario de Moctezuma, en espera de la llegada de la festividad en que serían inhumadas como ofrenda en el recinto sagrado. En este tenor, advirtamos que las estrellas de mar son capaces de sobrevivir durante varios meses sin alimentarse y conservar el 80% de su masa corporal. Además, debemos considerar que nos encontramos ante animales oportunistas (carnívoros, herbívoros, carroñeros e, inclusive, caníbales) que comen todo lo que encuentran a su paso.
Dado el éxito obtenido de nuestros estudios, decidimos ampliar la investigación a nuestro museo, en busca de más estrellas en las colecciones de las primeras temporadas de campo del PTM. De esta manera, se recuperaron en las bodegas varias bolsas de sedimentos procedentes de cinco depósitos rituales del Templo Mayor, uno del Edificio B y uno más del Edificio C. En total, contenían 5 436 placas adicionales, pertenecientes a tres de las especies identificadas con anterioridad. Así llegamos al gran total de 55 069 placas, distribuidas en 20 de los 204 depósitos rituales hallados hasta la fecha en la zona arqueológica del Templo Mayor. Es posible estimar el número mínimo de individuos por especie si tomamos en cuenta que cada estrella de mar posee 10 odontóforos en su aparato masticador. Así se llega a las siguientes cifras: Nidorellia armata, 63 individuos; Pentaceraster cumingi, 22; Astropecten regalis, 16; Phataria unifascialis, 5; Luidia superba, 4, y Astropecten duplicatus, 1. Lo anterior nos arroja un número mínimo de individuos total de 111, de los cuales 110 proceden del Océano Pacífico y uno solo del Atlántico.
En lo que se refiere a la distribución cronológica de estos materiales biológicos, llegamos a las siguientes conclusiones. En la etapa IVb, correspondiente al reinado de Axayácatl (1469-1481), se identificaron restos de Nidorellia armata en tres ofrendas. En la etapa V, erigida durante el gobierno de Tízoc (1481-1486), se hallaron nuevamente restos de Nidorellia armata, pero también de Pentaceraster cumingi y de Patharia unifascialis en una ofrenda. En la etapa VI, construida por órdenes de Ahuítzotl (1486-1502), había restos de las seis especies en nueve ofrendas. Finalmente, para la etapa VII, comisionada por Motecuhzoma Xocoyotzin (1502-1520), tenemos las especies Nidorellia armata, Pentaceraster cumingi, Phataria unifascialis y Astropecten regalis en siete ofrendas. En términos generales, podemos concluir que los mexicas enterraron estrellas de mar en sus depósitos rituales al menos durante medio siglo. De manera concomitante, observamos que la diversidad de especies explotadas aumentó conforme avanzó el tiempo y se incrementó el poderío del imperio mexica en el litoral pacífico de Guerrero, Oaxaca y Chiapas.
• Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de París Nanterre y director del Proyecto Templo Mayor, INAH.
• Francisco Alonso Solís Marín. Doctor en oceanografía biológica por la Universidad de Southampton e investigador del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología, UNAM.
• Belem Zúñiga-Arellano. Licenciada en biología por la UNAM y miembro del Proyecto Templo Mayor, INAH.
• Andrea Alejandra Caballero Ochoa. Maestra en ciencias por la UNAM y profesora de la Facultad de Ciencias, UNAM.
• Carlos Andrés Conejeros Vargas. Maestro en ciencias por la UNAM.
• Carolina Martín Cao-Romero. Maestra en ciencias por la UNAM y estudiante de doctorado del posgrado de Ciencias del Mar y Limnología, UNAM.
• Israel Elizalde Mendez. Licenciado en arqueología por la ENAH y miembro del Proyecto Templo Mayor, INAH.
López Luján, Leonardo, Francisco Alonso Solís Marín, et. al. “Del océano al altiplano. Las estrellas marinas del Templo Mayor de Tenochtitlan”, Arqueología Mexicana núm. 150, pp. 68-76.
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