La producción de alimentos es un hecho cultural cuyas formas específicas son resultado de una suma de factores como lo que la tierra ofrece –en función del clima, el relieve, la hidrografía, el tipo de suelo–, el conocimiento acumulado sobre el ciclo de desarrollo de las plantas y las costumbres de los animales que se capturan, las técnicas para sembrar, recolectar, cazar o pescar, así como la eficiencia de los instrumentos disponibles para tales fines y para preparar los alimentos.
En la época prehispánica se dieron dos formas básicas de cultivo del maíz: de temporal y de riego. Ambas requerían de una planeación adecuada y una participación colectiva. El terreno donde se sembraría debía estar completamente despejado, para ello, con la ayuda de hachas y fuego, se tumbaban los árboles y se retiraba la maleza. Como las parcelas pueden utilizarse a lo más tres años, pues el suelo puede agotarse y producir cosechas escasas, el proceso de limpieza se repetía periódicamente, lo que sin duda tenía consecuencias sobre la extensión de los bosques.
Una vez limpio el terreno, se plantaban entre tres y seis granos cada dos pasos (entre 15 y 20 mil por hectárea). Las parcelas eran de distintos tamaños aunque al parecer había preferencia por las que podían satisfacer las necesidades de núcleos familiares y, muy importante, ser atendidas adecuadamente, pues la milpa necesita de constantes cuidados y el crecimiento de maleza puede afectar el desarrollo de las plantas. Las parcelas que se localizaban en laderas estaban delimitadas por muros de contención o hileras de magueyes, que detenían la erosión del suelo y permitían una mayor retención de humedad.
La agricultura de riego permitía obtener más de una cosecha al año y fue uno de los factores que propiciaron el crecimiento de la población. Para la época de la conquista, la ciudad de Tenochtitlan era capaz de mantener a su gran población gracias, entre otras cosas, a la existencia de un amplio complejo de chinampas, en el que se cultivaba maíz en combinación con especies como la calabaza, el frijol y una gama de yerbas comestibles conocidas genéricamente como quelites. Hoy en día ese modelo de cultivo del maíz en compañía de otras especies –lo que llamamos la milpa– persiste en amplias zonas rurales y constituye su base de subsistencia. Las adaptaciones del hombre en relación con el maíz y otras especies no se limitan a las relativas a su cultivo. Se desarrollaron también técnicas e instrumentos para procesarlo y almacenarlo, entre ellos: los metates esenciales para moler el grano, tan eficientes que permanecieron prácticamente inalterados hasta épocas relativamente recientes; los objetos de cerámica, como las ollas –esenciales en la evolución de las prácticas culinarias pues permiten controlar y hacer más expedita la cocción de los alimentos– y los comales para cocer o calentar las tortillas.
Enrique Vela. Arqueólogo por la ENAH, editor, desde hace 30 años trabaja en el ramo editorial.
Vela, Enrique (editor), “El cultivo mesoamericano”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 84, pp. 16-17.