El sacrificio humano entre los mexicas

Yolotl González Torres

Para que el Sol, la Luna y los astros continúen inalterables su curso; para que los innumerables dioses sean propicios y la tierra siga ofreciendo generosa sus dones, y la lluvia sea oportuna, y los animales crezcan y se reproduzcan; para que la armonía del cosmos se vea correctamente reflejada en el orden de la sociedad, y ésta se levante como la más pujante, estableciendo su poderío y su sacralidad sobre todo el mundo conocido; para que todo esto sucediera –y sucedió– Huitzilopochtli demandó a los mexicas la sangre y los corazones de guerreros y doncellas, de niños y ancianos… porque –de acuerdo a la mitología de ese pueblo– los seres humanos fueron creados por los dioses para alimentar la voracidad del Universo.

 

Aunque el sacrificio humano es un rito que se ha practicado en casi todo el mundo, fue en Mesoamérica donde adquirió especial importancia. Los estudios arqueológicos muestran evidencias de esta práctica ritual desde el periodo Preclásico; pero es el Posclásico –sobre todo, y por obvias razones, hacia la época del Contacto– el periodo que aporta mayor información al respecto, tanto por las crónicas de españoles como de indígenas y por los códices; y, desde luego, es el pueblo mexica el que cuenta con mayor cantidad de datos.

La religión de los mexicas era muy compleja, al igual que su organización sacerdotal y ceremonial; en ellas, el sacrificio humano jugaba un papel preponderante. En el Códice Matritense, escrito en náhuatl por los informantes indígenas de Sahagún, se describe en detalle una gran cantidad de rituales que se llevaban a cabo cotidianamente o en ceremonias especiales a través del año; entre ellos, se incluye el tlacamictiliztli, o “muerte sacrificial”:

Así se hacía la muerte sacrificial, con ella muere el cautivo y el esclavo, [éste] se llamaba “muerto divino”. Así lo subían delante del dios, lo van cogiendo de sus manos y el que se llamaba colocador de la gente, lo acostaba sobre la piedra del sacrificio.

Y habiendo sido echado en ella, cuatro hombres lo estiraban de sus manos y pies. Y luego, estando rendido, se ponía el sacerdote que ofrecía el fuego, con el cuchillo con el que abrirá el pecho al sacrificado. Después de haberle abierto el pecho, le quitaba primero su corazón, cuando aún estaba vivo, a quien le había abierto el pecho. Y tomando su corazón, se lo presentaba al Sol. [M. León-Portilla, Ritos, sacerdotes y atavíos de los dioses (Textos de los informantes de Sahagún), 1992.]

Entre la lista de objetos necesarios para el culto se mencionaba el téchcatl, o piedra de los sacrificios; el técpatl, cuchillo de pedernal para efectuar la muerte ritual; el cuauhxicalli, la vasija del águila, en donde se colocaban los corazones de los sacrificados…

Sangre para el poderoso

El sacrificio de un ser humano era el rito más importante del ceremonial mexica, la máxima ofrenda que podía ofrecerse a los dioses: acción indispensable para que el sol siguiera alumbrando, la tierra diera sus frutos, la lluvia cayera con regularidad y fructificara el suelo, los seres humanos, los animales y las plantas se reprodujeran, hubiese orden en la sociedad… y, sobre todo, para que el pueblo mexica se conservara como el más poderoso.

Los mexicas creían haber sido elegidos por Huitzilopochtli, quien los había sacado de Aztlan, su tierra original, para conducirlos a través de una ardua peregrinación hasta la tierra prometida, en donde los convirtió en el pueblo más poderoso de la Tierra; a cambio, les demandó obediencia ciega y la obligación de construir adoratorios para ofrendar al Sol su alimento divino: la sangre y los corazones de los guerreros capturados en las guerras.

De acuerdo con la mitología mexica, los hombres fueron creados especialmente por los dioses para alimentar al Sol y a la Tierra, e incluso los dioses mismos fueron sacrificados para que el Sol siguiera su curso alumbrando al mundo. El propio Sol también tuvo que pasar por un sacrificio de purificación de fuego, que se llevó a cabo en Teotihuacan.

El tlacamictliliztli debía ser ejecutado por especialistas, en lugares y momentos específicos; cualquier ritual, sobre todo el de los sacrificios humanos, estaba estrictamente reglamentado y controlado por el Estado. El cuerpo sacerdotal era muy amplio y existía una gran especialización; así pues, había sacerdotes exclusivamente capacitados para sacrificar seres humanos.

En Tenochtitlan había más de ochenta templos y en casi todos ellos podían efectuarse sacrificios humanos, aunque preferentemente se llevaban a cabo en el Huey Teocalli, el Templo Mayor, en honor tanto de Huitzilopochtli como de Tláloc, y aun de otros dioses.

Los vasos comunicantes del cosmos: guerreros y esclavos

La víctima del sacrificio era considerada una valiosísima ofrenda que los guerreros, o los grupos ocupacionales, daban a los dioses para ayudarlos a que las fuerzas de la naturaleza y del cosmos siguieran funcionando. El sacrificado, que podía ser de cualquier sexo y edad, casi siempre era cautivo o esclavo, y sólo en muy raras ocasiones pertenecía al pueblo o a la nobleza mexica. Las ofrendas humanas eran entregadas a los sacerdotes para que ellos llevaran a cabo la occisión ritual; así aportaban la energía vital de los seres humanos a los dioses: la de los guerreros al Sol y la de los esclavos a los dioses del agua y de los mantenimientos.

Había dos tipos principales de ofrendas humanas: los mamaltin, guerreros tomados prisioneros en las guerras, y los esclavos, quienes –mediante un baño purificatorio– se convertían por breve tiempo en teoixiptla, “imágenes vivas de los dioses”. Los primeros eran casi siempre varones, y los mejor valuados provenían de Tlaxcala, Huexotzinco y Cholula, señoríos contra los que se llevaron a cabo las famosas “guerras floridas”.

La sociedad mexica, como la de muchos otros pueblos del mundo, otorgaba a la clase guerrera la más alta jerarquía y gozaba de los mayores privilegios, para acceder a éstos era necesario obtener cautivos que ofrendar a los dioses; además, al hacer prisioneros, los guerreros ayudaban a los dioses en la conservación del mundo y contribuían a la mayor gloria del Estado: mientras mayor era el número de cautivos inmolados, más grande era la muestra del poderío mexica.

Los diferentes rangos de los guerreros –quienes se distinguían por el corte de pelo y la indumentaria– estaban en relación con el número de cautivos ofrendados. Aquel que no lograba prender a un cautivo era despreciado socialmente. Cuando el ejército regresaba de una guerra de conquista, era recibido a la entrada de la ciudad con grandes festejos; los guerreros mexicas y sus aliados triunfantes traían en exhibición a sus cautivos, quienes eran llevados directamente ante la imagen de Huitzilopochtli. Después, y mientras llegaba el día de la celebración en el que serían inmolados, se les encerraba en lugares especiales en cada uno de los calpulli o barrios a los que pertenecían sus captores; ahí eran cuidados y alimentados. La noche anterior al sacrificio, cautivos y captores –juntos– permanecían en vela.

La “Muerte Florida”

Llegado el momento del rito sacrificial, el prisionero era pintado de blanco con tizatl y vestido con un maxtlatl o taparrabo de papel; llevando generalmente en la mano una bandera blanca, también de papel; así, acompañado y sostenido por dos ayudantes de los sacerdotes, era subido al templo y colocado sobre la piedra de los sacrificios. Las almas de los guerreros que recibían esta “muerte florida” iban al paraíso solar, en donde acompañaban al Sol en su recorrido por la bóveda celeste, desde su nacimiento hasta su culminación.

Los prisioneros más valientes eran reservados para la ceremonia del “rayamiento”, comúnmente conocida como “sacrificio gladiatorio”; ésta se llevaba a cabo en el mes de tlacaxipehualiztli. o “desollamiento”, coincidiendo con el equinoccio de primavera (del 20 al 21 de marzo, en nuestro calendario).

Esta ceremonia se montaba como un gran espectáculo: los sacerdotes –vestidos con la indumentaria de los diversos dioses–, así como los reyes y la nobleza luciendo sus mejores galas, participaban ocupando lugares reservados, además de los músicos y el pueblo en general; al centro se encontraba la piedra llamada temalacatl, a la cual era atado el cautivo por medio de una cuerda que le permitía moverse dentro de determinada área.

El guerrero mexica entregaba su cautivo a los ayudantes de los sacerdotes, quienes lo amarraban al temalacatl y le entregaban unas armas, meramente simbólicas, con las que intentaría defenderse contra cuatro guerreros mexicas, seleccionados y fuertemente armados. Al primer “rayamiento” o “toque”, el cautivo era sacrificado por un sacerdote especial en la misma piedra a la que había estado amarrado. Su piel era desollada cuidadosamente y algunos personajes que habían hecho algún voto –generalmente para curarse de alguna enfermedad– se vestían con ella, a semejanza del dios Xipe Tótec, a quien se celebraba en ese mes. Terminado el espectáculo del “rayamiento”, por la tarde había una imponente danza guerrera, en la cual participaban solamente el rey y los guerreros más valientes.

Un mexica que hubiera entregado como ofrenda a un cautivo elegido para ser parte del rito del “rayamiento”, adquiría el máximo prestigio al que un guerrero podía aspirar, y este prestigio se acrecentaba si el prisionero luchaba valientemente, defendiendo al máximo su vida; pues había algunos que, sabiendo que era casi inútil oponerse, se entregaban con mansedumbre al sacerdote sacrificador.

La “imagen viva” del dios

Los sacrificios de las ixiptla, o imágenes vivas de los dioses, recibían otro tipo de preparación. Estos hombres, mujeres o niños eran consagrados como ixiptla con varios días o meses de anticipación, un año completo, en el caso del joven que representaba al dios Tezcatlipoca, quien era sacrificado en el mes de tóxcatl (alrededor del mes de mayo de nuestro calendario). Este joven era seleccionado entre los cautivos más bien parecidos, y durante ese lapso era rodeado de atenciones y, por la noche, rondaba la ciudad, acompañado de cuatro jóvenes y tocando tristemente una flauta. Pocos días antes de su muerte, le eran entregadas cuatro jóvenes para que conviviera con ellas como sus esposas. Su sacrificio se llevaba a cabo en un templo apartado de la ciudad, sin espectadores, y él mismo, después de subirlos escalones lentamente, se entregaba a los sacerdotes para que le dieran muerte.

El gremio de curanderas y parteras, por su parte, compraba a una mujer de edad madura para ofrendarla, convirtiéndola en la imagen viva de su patrona, la diosa Toci, “nuestra abuela”; a esta víctima la vestían como a la diosa y la ponían a tejer en el mercado y bailaban con ella durante varios días previos a la noche en que sería sacrificada –la cual ella ignoraba–. Llegado el momento, se le engañaba diciéndole que esa noche dormiría con el rey. Para matarla, un sacerdote la cargaba sobre su espalda y así la decapitaban. El rito tenía lugar durante el mes de ochpaniztli, o “barrimiento”, que correspondía al equinoccio de otoño (del 22 al 23 de septiembre, en nuestro calendario). Era la contraparte de la celebración de tlacaxipehualiztli, y aunque en ambas fiestas había celebraciones guerreras, esta última era una fiesta de primavera, en la que se ofrecía al Sol, que estaba en todo su esplendor, y al dios Xipe Tótec, la joven y viril sangre de los guerreros: mientras que en el ochpaniztli, que coincidía con el otoño –cuando los días se iban haciendo más cortos, y el aspecto oscuro y femenino de la naturaleza empezaba a prevalecer–, la ofrenda principal era una mujer, en un rito que, además, tenía varias asociaciones lunares.

 

Yolotl González Torres. Doctorado en antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Investigadora de tiempo completo en la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH.

González Torres, Yolotl, “El sacrificio humano entre los mexicas”, Arqueología Mexicana, núm. 15, pp. 4-11.

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