La parte femenina del cosmos

Alfredo López Austin

La división binaria en la tradición mesoamericana

Uno de los ejemplos más interesantes de la concepción taxonómica dual es, sin duda, la formada en la tradición mesoamericana. Para comprender la magnitud de la regulación de los opuestos complementarios en Mesoamérica, basta tomar en cuenta que todos los dioses se fundían en una u otra de las dos particiones del cosmos para integrar las figuras del Gran Padre y la Gran Madre y que la pareja suprema, a su vez, se fundía en la Divinidad Única, poseedora de ambas esencias antitéticas.

Hoy, las sociedades indígenas conservan muchos de los criterios clasificatorios y dividen los seres según diversas manifestaciones de los dos principios complementarios: lo celeste y lo inframundano, lo luminoso y lo oscuro, lo húmedo y lo seco, lo alto y lo bajo, lo caliente y lo frío y, por supuesto, lo femenino y lo masculino. Para los coras, por ejemplo, las mujeres proceden del poniente, mientras que los hombres tuvieron su origen en el oriente; para los nahuas del sur del valle de México, la creación del demonio fue una consecuencia necesaria y equilibrante de la existencia de Dios; para los mayas de Quintana Roo, los hombres de carga “fría” no son aptos para encender el fuego, mientras que los de carga “caliente” ahuyentan a las abejas. El listado de ejemplos podría ser interminable.

La herencia cultural no se limita a los descendientes indígenas de los mesoamericanos, pues en los más diversos segmentos de la sociedad mexicana puede encontrarse, entre otras muchas creencias y prácticas, la división de enfermedades, medicinas y alimentos separados en fríos y calientes. Y no son sólo pautas clasificatorias sino guías de acciones dirigidas a conservar o recuperar la salud.

Entendamos, sin embargo, que tanto en la antigüedad como en nuestros días se designan esencias o “naturalezas”, no calidades necesariamente perceptibles. De acuerdo con lo anterior, lo “frío” y lo “caliente” no se refieren a estados térmicos, sino a una calidad intrínseca, por lo cual el granizo puede ser clasificado entre los seres “calientes”, pues su particularidad puede descubrirse en que “quema” las plantas.

Las dos partes del cosmos

En el antiguo pensamiento mesoamericano, la pertenencia a uno u otro de los dos grandes apartados cósmicos formaba grupos de afinidades; así, lo femenino se vinculaba a la oscuridad, la tierra, lo bajo, la muerte, la humedad y la sexualidad, mientras que lo masculino estaba ligado a la luz, el cielo, lo superior, la vida, la sequedad y la gloria. Si la división era vertical, lo femenino quedaba abajo y lo masculino arriba; si era horizontal, en el eje este-oeste, quedaba lo masculino al este y lo femenino al oeste, mientras que en el eje norte-sur, el norte pertenecía a lo femenino y el sur a lo masculino.

Estas categorías eran entendidas como recíprocamente dependientes y necesarias, en una relación complementaria, puesto que la existencia del mundo dependía del juego provocado por su oposición. No se puede hablar de su aspecto exclusivamente positivo o negativo, pues de ambos sectores del cosmos derivaban tanto los grandes bienes como los grandes males de la humanidad. Pongamos por caso las enfermedades: del interior de la tierra (el lugar de la muerte), salían los “aires” que causaban males que hinchaban el cuerpo; del cielo (el lugar de la vida), procedían las enfermedades que consumían el cuerpo.

Otra de las características importantes de la complementariedad de los opuestos era su recíproca generación: la vida conducía siempre a la muerte; la muerte producía la vida. La existencia era un ciclo y era posible gracias a la alternancia de dos grandes fuerzas.

Como en otras concepciones del mundo –el sistema chino del yin/yang es un buen ejemplo–, el pensamiento mesoamericano no aceptaba la posibilidad de seres puros. Todo lo existente, aun los dioses, era una mezcla de ambas esencias y era el predominio de una de ellas lo que determinaba la clasificación y el grado de pertenencia de cada ser a uno de los dos campos taxonómicos.

Una visión agrícola

La posibilidad de que el dualismo haya existido en todas las culturas ha producido un interesante debate entre los antropólogos, que discuten sobre el origen biológico o cultural de tal forma de concebir la realidad. Más allá de los argumentos esgrimidos en la polémica, debe tomarse en cuenta la diversidad de las concepciones, lo que hace sumamente interesante el estudio de cómo se han producido las divisiones taxonómicas en cada cultura.

Las características más notorias del sistema clasificatorio mesoamericano fueron producto de sociedades agrícolas. Es el pensamiento construido durante milenios por los hombres que trabajaron cotidianamente en sus milpas, pendientes del paso de las estaciones, esperanzados y temerosos ante el carácter aleatorio de las lluvias y devotos de las maravillas vegetativas.

El hombre mesoamericano elevó el maíz y su ciclo temporal a la categoría de arquetipos. Equiparó su propia existencia a los procesos visibles e invisibles de la planta y ciñó el dualismo cósmico a la alternancia de las temporadas de lluvias y secas. La superficie de la tierra, cubierta por la capa tierna y fresca del principio de las aguas, era la señal de que las fuerzas del inframundo invadían la morada del hombre. Su color era el azul-verde. Después vendría el dominio de la temporada seca, cuando los rayos del sol madurarían los frutos. Era el tiempo amarillo. La temporada de lluvias quedó incluida en el sector de la muerte generadora de vida. El par de oposición azul-verde/amarillo se tuvo entre los símbolos importantes en el pensamiento mesoamericano.

Los dominios del agua, la tierra y la vegetación

Año con año llegaban las lluvias y, con ellas, un formidable impulso de germinación, crecimiento y verdor. ¿Cuál era el lugar de origen del alud renovador? Los mesoamericanos lo ubicaban en las entrañas de la tierra. Una gran montaña guardaba en su interior todo género de riquezas. Su vientre era una olla gigantesca donde las aguas, los vientos, los espíritus (o “corazones”) de las plantas esperaban su periódica liberación. Era un paraíso acuático, oscuro y fecundo como el vientre de una mujer.

Los antiguos nahuas llamaban Tlalocan a esa montaña arquetípica. Era la fuente de los ríos, manantiales y aguas del mar y liberaba sus flujos por cauces externos, por conductos subterráneos o como corrientes de viento y de nubes que salían por sus cuevas.

Por su ubicación subterránea, era también un lugar de muerte y a él iban las almas de quienes morían en los dominios del agua. El Tlalocan se proyectaba en los cerros del mundo, haciéndolos sus réplicas y reproduciendo en ellos sus funciones.

Los nahuas decían:

Y en el Tlalocan hay mucho bienestar, hay mucha riqueza. Nunca se sufre, nunca faltan el elote, la calabaza, la flor de calabaza, el huauzontle, el chilchote, el jitomate, el ejote, la cempoalxóchitl. Y allá van los que han sido golpeados por el rayo, los ahogados, los que murieron en el agua, y ellos, los leprosos, el buboso, el tumoroso, el jiotoso, y el que tiene podre, el paralítico. Y [los dioses de la lluvia] se llevan [allá] al lleno de hinchazones, al que muere hidrópico […] Y dicen que en el Tlalocan siempre están verdes las plantas, siempre están brotando las plantas, siempre es temporada de lluvias, permanece allí la temporada de lluvias (Códice Florentino, libro III, cap. II, apéndice).

El gran depósito subterráneo formaba parte de los dominios femeninos del cosmos. No debe pensarse, sin embargo, que el inframundo estaba gobernado sólo por diosas. Como cualquier ámbito del cosmos, lo habitaban tanto diosas como dioses. Eran sus poderes y la naturaleza de su acción los que los situaban en la parte femenina del cosmos. A las diosas terrestres y de la vegetación, a los dioses de la lluvia y a las divinidades de la muerte, correspondían las tareas de la reproducción sobre la tierra.

 

Alfredo López Austin. Doctor en historia. Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

López Austin, Alfredo, “La parte femenina del cosmos”, Arqueología Mexicana, núm. 29, pp. 6-13.

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