Los sistemas de irrigación en Tehuacán

Blas Castellón Huerta

Parece fácil imaginar que el agua de lluvia, ríos o manantiales pueda ser aprovechada para el cultivo de plantas y otras necesidades humanas, pero en el Valle de Tehuacán esto significó una enorme dificultad en el pasado remoto. Desde 4000 a.C. los grupos de cazadores y recolectores del valle ya experimentaban con algunas especies de plantas que podían ser cultivadas de manera incipiente, esperando que las lluvias completaran su crecimiento. Pero el régimen pluvial de la región es escaso e incierto, y las cumbres orientales forman una barrera natural que impide la llegada directa de nubes procedentes del Golfo de México, razón principal de la aridez típica en la región. Tampoco existen ríos caudalosos, y los manantiales a lo largo del valle varían en su capacidad durante los distintos periodos del año. Así pues, los antiguos habitantes hicieron una apuesta tan audaz como riesgosa: modificar gradualmente sus sistemas de subsistencia hacia el cultivo de especies vegetales bien conocidas mediante la construcción de terrazas, represas, canales y depósitos, que aseguraran el acceso al agua para el cultivo y para las casas en poblados permanentes. Este gran cambio no sólo significó el abandono de la movilidad constante en la región de Tehuacán, sino una transformación enorme en las formas del paisaje, vida social, pensamiento religioso, trabajo y relación con grupos vecinos, lo que trajo consigo una diversificación lingüística y cultural cuyos efectos se pueden apreciar hoy día, después de más de 60 siglos.

El modelo de riesgo

Las condiciones del Valle de Tehuacán son adversas para la agricultura en gran escala debido a la ausencia de fuentes de aguas abundantes o permanentes. Todo dependió del agua de manantiales, pozos y sobre todo de las lluvias, cuyo sistema estacional cuenta con un verano húmedo y lluvioso y una temporada de invierno seca. Las temperaturas pueden ser cálidas en el verano, especialmente antes de las lluvias, con peligro de granizo, y frescas o frías en el invierno, cuando las heladas son una seria amenaza. A pesar de la situación tan frágil por la variación de altitud, del clima y de la escasez de manantiales perennes, los antiguos habitantes del valle apostaron por la práctica de la agricultura apoyados en los escasos recursos disponibles y mucho ingenio. Un caso temprano fue el pozo de San Marcos Necoxtla, cuyo uso se remonta a 7000 a.C., siendo uno de los elementos documentados de manejo de agua más antiguos del continente americano. Es posible que este pozo haya sido usado en tiempos más recientes para practicar la irrigación a brazo, mientras se experimentaba con otras posibilidades.

A partir de 2000 a.C. la tecnología de manejo del agua se desarrolló lentamente para aliviar el peligro de fracaso en las cosechas, debido a la incertidumbre en la variación anual de las lluvias. Esta práctica siempre se llevó a cabo en el extremo más bajo de la escala sociopolítica de toma de decisiones, es decir, en las unidades domésticas y la aldea, lo cual implica una organización de tipo familiar para emprender esta clase de obras, muy similar a lo que ocurre hoy en día. El conocimiento de la geografía del valle propició la implementación de sistemas de manejo de agua por medio de sofisticadas adaptaciones a las condiciones micro ambientales presentes: al norte hay una zona kárstica con manantiales, donde se usaron pozos y canales, mientras que al sur hay una zona aluvial, donde se manejó el agua de lluvia y corrientes superficiales por medio de presas y diques. Por más de mil años estos sistemas fueron pacientemente aplicados por los habitantes, hasta transformar el paisaje de todo el valle.

 

 

Blas Castellón Huerta. Doctor en antropología por la UNAM. Arqueólogo de la Dirección de Estudios Arqueológicos, INAH. Ha realizado investigaciones sobre la sal, irrigación y urbanismo en el sur de Puebla. Actualmente dirige el Proyecto Teteles de Santo Nombre, Tlacotepec, Puebla.

 

Castellón Huerta, Blas, “Los sistemas de irrigación en Tehuacán”, Arqueología Mexicana, núm. 155, pp. 56-63.

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