La caída de Tenochtitlan a manos de Hernán Cortés y sus aliados en agosto de 1521, constituyó un hecho importante en la historiografía indiana española a lo largo del siglo XVI. Los sucesos alrededor de la guerra, y los pormenores que llevaron a la derrota final del imperio mexica, quedaron profundamente grabados en las mentes y relatos de los propios conquistadores. Diversos frailes y cronistas de Indias, retomando los escritos de Cortés y de otras fuentes, lamentaban la terrible devastación que había padecido la ciudad mexica-tlatelolca tras la captura de Cuauhtémoc.
Los feroces enfrentamientos entre sitiados y atacantes, los combates para ganar o retener pequeñas plazas, puentes y acequias de la ciudad, y el enorme número de muertos que significó la derrota del último tlahtoani mexica, llevó al cronista Gonzalo Fernández de Oviedo a comparar la caída de Tenochtitlan con la conquista de Jerusalén por parte del Imperio romano en términos de mortandad y destrucción (Oviedo y Valdés, 1851, III, lib. 23, p. 423). Otros autores, como Motolinía y Torquemada, tampoco dudaron en comparar los desastres de esta conquista con la caída de Jerusalén: “En esta guerra (la de México), por la gran muchedumbre que de la una parte y de la otra murieron, comparan el número de los muertos, a los que murieron en Jerusalén cuando la destruyó Tito y Vespasiano” (Motolinía, 1971, p. 24).
El mismo Bernal Díaz del Castillo ([1632] 2015, p. 370) escribió:
Yo he leído la destrucción de Jerusalén; mas si fue más mortandad que ésta, no lo sé cierto, porque faltaron en esta ciudad tantas gentes, guerreros que de todas las provincias y pueblos sujetos a México que allí se habían acogido, todos los más murieron que, como ya he dicho, así el suelo y laguna y barbacoas todo estaba lleno de cuerpos muertos y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir…
Fernández de Oviedo, por su parte, conjeturaba que la mortandad entre los indígenas de Tenochtitlan fue mayor que de la de los judíos de Jerusalén porque, de acuerdo con diversos testimonios que recogió de los que participaron en la guerra: “oí decir queste número de los muertos más lo tienen por incontable y excesivo al de Hierusalem, que no por menos de la cuenta o relación de Josefo” (Oviedo, 1851, III, lib. 23, p. 423).
Esta comparación entre el mundo indígena americano con la historia del pueblo israelita no es para nada inusual dentro de la historiografía de Indias del siglo XVI. Es bien conocida la relación que diversos frailes establecieron entre las tribus perdidas de Israel y los indígenas del Nuevo Mundo, así como con diversos sucesos portentosos de la historia judía. Por esta razón, no debe extrañarnos que los frailes franciscanos atribuyeran la caída de ambas ciudades a los excesivos pecados en que incurrieron sus habitantes y, ante todo, al descuido de interpretar correctamente las señales que anunciaban la inminente llegada de sus respectivos conquistadores.
Fray Juan de Torquemada (1975, 2, lib. II, pp. 317-318) quiso comprobar que la ciudad de Jerusalén, al igual que la de Tenochtitlan, atestiguó diversos prodigios que anunciaban su destrucción, pero que éstos no llegaron a ser comprendidos por la población. Para fundamentarlo, Torquemada retoma los prodigios que se encuentran en la obra del historiador judío Flavio Josefo a fin de establecer las similitudes entre ambos casos.
Flavio Josefo estuvo presente en la guerra entre judíos y romanos en la que participó como intérprete y mediador del lado romano durante el sitio de Jerusalén en el año 70 d.C. Nombrado historiador oficial por el emperador Vespasiano, Josefo escribe la Historia de las guerras de los judíos para relatar los hechos de la conquista romana y enaltecer a la dinastía de los Flavios.
Justo en el libro VII (Josefo, 1791, II, pp. 268-269), encontramos los prodigios y las señales que alertaban sobre la guerra y la destrucción de Jerusalén, entre los cuales el autor menciona: la aparición de un cometa encima de la ciudad que cruzó como espada ardiente; también, de forma misteriosa, durante la noche de Pascua se incendió el altar y el Templo de Jerusalén, cuyo resplandor era semejante a un amanecer; otro mal agüero ocurrió el mismo día del incendio: un buey que estaba a punto de sacrificarse en el altar del templo, parió un cordero en medio de la ceremonia, y poco después, la enorme puerta de cobre que cerraba al templo por el Oriente se mostró abierta una noche sin que nadie la hubiera accionado (una interesante comparación entre los presagios judíos y los ocurridos en la capital mexica se encuentran en Rozat, 2002: 201-204).
Pero el presagio más increíble que presenciaron los judíos, según lo escribió Josefo, fue:
…porque antes del Sol puesto se mostraron en las legiones del aire muchos carros que corrían por todas partes y escuadrones armados, pasando por las nubes derramadas por toda la ciudad: pues el día de la fiesta que llaman de Pentecostés, habiendo los sacerdotes entrado de noche en la parte del Templo más cerrada, para hacer según tenían de costumbre sus sacrificios, al principio sintieron cierto movimiento y cierto ruido, y estando atentos a lo que sucedería, oyeron una voz súbita que decía: “vámonos de aquí” (Josefo, 1791, pp. 269-270).
Manuel A. Hermann Lejarazu. Doctor en estudios mesoamericanos por la UNAM. Investigador en el CIESAS-D.F. Se especializa en el análisis de códices y documentos de la Mixteca, así como en historia prehispánica y colonial de la región. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Hermann Lejarazu, Manuel A., “Tenochtitlan y Jerusalén: ciudades marcadas por los mismos presagios”, Arqueología Mexicana, núm. 162, pp. 86-87.