El destino de los guerreros y la práctica de la cremación

Eduardo Matos Moctezuma

A los guerreros muertos en combate se les deparaba ir al Sol, tal como nos lo recuerda fray Bernardino de Sahagún:

Lo que decían los antiguos acerca de los que iban a la casa del sol, es que todos los valientes hombres que morían en la guerra y todos los demás soldados que en ella morían todos iban a la casa del sol, y todos habitaban en la parte oriental del sol, y cuando salía el sol, luego de mañana se aderezaban con sus armas y le iban a recibir, y haciendo estruendo y dando voces, con gran solemnidad iban delante de él peleando, con pelea de regocijo, y llévanlo así hasta el puesto de medio día, que llaman nepantla tonatiuh (Sahagún, 1956, t. II).

Los cuerpos o sus efigies hechas de madera eran quemados, pero simbólicamente sus partes blandas y la sangre tenían que ser devorados por Tlaltecuhtli y el Sol. A este último se destinaba el corazón del sacrificado para que se alimentara y no detuviera su andar, pues de lo contrario todo movimiento cesaría, lo que acarrearía la muerte de todo lo existente. Un antiguo canto a Tezcatlipoca nos habla de la manera en que el Sol y la Tierra devoraban los cadáveres:

El dios de la tierra abre la boca, con hambre de tragar la sangre de muchos que morirán en esta guerra. Parece que se quieren regocijar el sol y el dios de la tierra llamado Tlaltecuhtli; quieren dar de comer y de beber a los dioses del cielo y del infierno, haciéndoles convite con sangre y carne de los hombres que han de morir en esta guerra.

Ya están a la mira los dioses del cielo y del infierno para ver quiénes son los que han de vencer, y quiénes son los que han de ser vencidos, quiénes son los que han de matar y quiénes son los que han de ser muertos, cuya sangre ha de ser bebida y cuya carne ha de ser comida.

Más adelante, esta plegaria alude al destino del guerrero muerto:

¡Oh señor humanísimo, señor de las batallas, emperador de todos, cuyo nombre es Tezcatlipoca, invisible e impalpable! Suplícoos, que aquel, o aquellos que permitiéredes morir en esta guerra, sean recibidos en la casa del sol, en el cielo, con amor y con honra, y sean colocados y aposentados entre los valientes y famosos que han muerto en la guerra… La plegaria continúa refiriendo la conversión del guerrero en ave:

…los cuales están haciendo regocijo y aplauso a nuestro señor el sol, con el cual se gozan, y están ricos de perpetuo gozo y riqueza y que nunca se les acabará, y siempre andan chupando el dulzor de todas las flores dulces y suaves de gustar (Sahagún, 1956, t. II).

Para llegar al Sol debían pasar 80 días, pero para convertirse en colibríes que chupan las flores como vimos en el canto anterior, se necesitaban cuatro años, con lo cual lograban su trascendencia. Esto resulta interesante en relación con lo que veremos más adelante. Pero antes de continuar quiero hacer una reflexión acerca de los 80 días que, al decir de Sahagún, era el tiempo que llevaba a las esencias de los guerreros llegar a acompañar al astro. Siempre pensé que esta duración del viaje se hallaba asociada de alguna manera con el movimiento solar y que guardaba estrecha relación con los dos solsticios y los dos equinoccios, pues cada uno de ellos tienen una duración aproximada de noventa días en nuestra cultura occidental, pero conforme al cómputo del tiempo mesoamericano, en que el año trópico tenía 18 meses de 20 días, vemos que el número 80 se relacionaba con cuatro meses, por lo que habrá que seguir tratando de dilucidar este asunto, pues el número de referencia aparece mencionado en distintas ocasiones. Está presente cuando se dice que después de 80 días de muerto, los enseres del individuo que iba al Mictlan eran quemados, y esto se repetía cada año hasta el cuarto aniversario.

Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.

Matos Moctezuma, Eduardo, “El destino de los guerreros y la práctica de la cremación”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 52, pp. 22-24.