El ciclo de regadío
El ciclo de regadío tenía lugar en Tenochtitlan entre los meses XVII izcalli / I atlcahualo y VI etzalcualiztli (enero/febrero hasta junio). El primer mes del año, I atlcahualo, tenía, de acuerdo con Sahagún, una serie de variantes de su nombre; una de ellas era Xilomanaliztli, “ofrenda de jilotes”. Sin duda se refería al comienzo del ciclo agrícola de regadío, puesto que ya se hacían ofrendas de primicias de jilotes o, más bien, se pedía que éstos salieran pronto.
Por otra parte, dada la falta de agua en esa época del año, los ritos estaban encaminados a pedir la lluvia, es decir, empezaban los sacrificios de niños. Estos niños representaban a los tlaloque, los pequeños servidores del dios Tláloc, y se identificaban con cerros específicos en los alrededores de Tenochtitlan. Se trata de ritos mágicos para atraer la lluvia en la época del máximo estío, que comienza en febrero y se prolonga hasta mayo. Al mismo tiempo, esos sacrificios se relacionaban con el ciclo de regadío por medio de la edad de los niños, que iba aumentando conforme crecía el maíz. En este sentido, los niños eran la personificación del maíz. Los sacrificios tenían lugar entre I atlcahualo y IV huey tozoztli; en este último mes, correspondiente a abril, culminaban en la gran fiesta de Tláloc en el cerro del mismo nombre y en el remolino de la laguna Pantitlan.
El ciclo de regadío terminaba en Tenochtitlan con la fiesta de VI etzalcualiztli (junio). A la mitad de este mes la gente preparaba en sus casas la comida del etzalli, que eran “unos bolitos de masa de maíz guisados con frijoles”. Durán informa que en esa época del año los elotes eran ya bastante grandes y, debido a que el año ofrecía buenas perspectivas, se daba permiso general para comer el etzalli.
Esta comida denotaba abundancia y la recibían también unos limosneros que andaban de casa en casa, bailando “el baile del etzalli” en evocación del dios Tláloc. Estos limosneros traían prosperidad a las casas donde entraban. Según el cronista Juan de Tovar:
En estos días, los labradores habían ya labrado la tierra y salían en el hábito... [de Tláloc]... diciendo al pueblo pues por los labradores gozarían de tal semilla de pan como el maíz cuya insignia traían, que era razón se lo gratificasen y así todos les echaban en las ollas muchas cosas de comida, especialmente de ésta de frijoles y maíz... y así todos se holgaban estos día porque en ellos descansaban de haber labrado y cultivado la tierra.
En esas fiestas observamos un fenómeno interesante: la cosecha del ciclo de regadío se encontraba íntimamente mezclada con ritos referentes al ciclo de temporal, puesto que en la misma fiesta se celebraba la terminación de la siembra de temporal, y se hacían ritos para que descansaran los instrumentos de trabajo. De esta manera se puede afirmar que el ciclo de regadío aparecía subordinado al simbolismo principal de etzalcualiztli.
Las ofrendas de matas verdes de maíz, de jilotes, de elotes y la comida de etzalli –procedentes todos ellos del ciclo de regadío– servían como analogía mágica mediante la cual se quería provocar un igual desarrollo de la siembra de temporal. Así, la comida del etzalli denotaba abundancia y pronosticaba un feliz crecimiento del maíz del temporal que apenas se había sembrado. Estas circunstancias señalan a nivel simbólico que, de hecho, se atribuía mayor importancia económica al ciclo de temporal, y que el ciclo de regadío era considerado secundario.
El ciclo de temporal
El mes que iniciaba ritualmente la siembra de temporal era IV huey tozoztli. La fiesta estaba dedicada a la diosa del maíz, Chicomecóatl. En ella se usaban las matas verdes del maíz de regadío para atraer la fertilidad al ciclo de temporal. La fiesta giraba alrededor de la bendición del maíz para la siembra. Estas mazorcas se habían guardado en manojos de a siete desde la cosecha del año anterior; tales manojos se llamaban ocholli, pero también llevaban el nombre de “dios mazorca”, cintli o cintéotl. Adornadas con papel rojo goteado de ulli líquido, esas mazorcas eran llevadas por las doncellas (ichpopochtin) al templo de Chicomecóatl, el Cinteopan. De acuerdo con el Códice Florentino de Sahagún, “allí éstas... se convertían en corazones, en los corazones del granero... en maíz para la siembra”. Al volver a sus casas, la gente las ponía dentro de la troje, convirtiendo así el demás maíz almacenado en maíz para la siembra, la cual iba a tener lugar pronto.
La fiesta de la siembra en IV huey tozoztli, a fines de abril/principios de mayo, marcaba la transición entre la estación seca y la de lluvias; era seguida, 40 días más tarde, por la fiesta del maíz tierno y la celebración de las aguas pluviales en VI etzalcualiztli. El siguiente mes era VII tecuilhuitontli, en el cual se rendía culto a Huixtocíhuatl, diosa del agua salada del mar. Los meses de etzalcualiztli y tecuilhuitontli caían en plena estación de lluvias y entrelazaban el simbolismo del cumplimiento del ciclo de regadío con el crecimiento del maíz de temporal. En este último ciclo, la maduración del elote y sus primicias se celebraban simbólicamente en XI ochpaniztli. Tal fiesta caía en septiembre y se caracterizaba por un profuso simbolismo agrícola. Las láminas del Códice Borbónico nos dan una idea de la complejidad simbólica de los ritos de esa fiesta. En ella se celebraba el casamiento ritual de la diosa madre de la tierra con el dios solar, y como resultado de ello nace su hijo: Cintéotl, el dios mazorca. En relación con el simbolismo agrícola y de la fertilidad presente en ochpaniztli hay que considerar que aún no se trata de la celebración de la cosecha –sólo se ofrendan primicias de maíz y de otros productos agrícolas– y faltan aproximadamente dos meses para que las cosechas tengan lugar en las condiciones climáticas del Altiplano Central.
Johanna Broda. Doctora en etnología, investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM y profesora de posgrado en la UNAM y la ENAH. Especialista en calendarios, ritual y cosmovisión mexicas, así como de temas de ritualidad agrícola en la etnografía actual.
Tomado de Johanna Broda, “Ritos y deidades del ciclo agrícola”, Arqueología Mexicana, núm. 120, pp. 54-61.
Texto completo en la edición impresa. Si desea adquirir un ejemplar