Los sacrificios de niños en el Templo Mayor: un enfoque interdisciplinario
Desde épocas muy remotas, una de las preocupaciones del hombre ha sido conocer y dominar la naturaleza y adecuarla a sus fines; sin embargo, al no poder explicarla ni controlarla, la ha situado fuera de su alcance por considerar que un ser o varios seres superiores a él gobiernan y poseen los fenómenos que en ella observa y le envían fuerzas para su propio beneficio o destrucción. De ahí, entonces, que cada fenómeno o manifestación natural sean considerados como dioses en el seno de un complejo religioso que da cuerpo a un culto y al establecimiento de un ceremonial propio en honor de cada una de esas deidades. Tal es el caso de la sociedad mexica, cuya tradición agrícola sustentaba un culto a deidades relacionadas con la fertilidad de la tierra y los fenómenos naturales que provocaban la caída de las lluvias.
De acuerdo con las fuentes del siglo XVI, Tláloc era el dios del agua, las lluvias y la fertilidad de la tierra, así como de otros fenómenos atmosféricos que influían en el buen o mal desarrollo de las cosechas. El dios se distinguía por su dualidad: por un lado, poseía influencia sobre las fuerzas benéficas que hacían posibles las lluvias y el crecimiento de la vegetación y, por el otro, dominaba las fuerzas destructoras que ocasionaban las catástrofes agrícolas, como eran las sequías y las tormentas e inundaciones. Tláloc, a su vez, era auxiliado por una multitud de dioses que fungían como sus ayudantes. Esos dioses eran los tlaloques, los “ministros pequeños de cuerpo”, en referencia a su corta estatura. Los tlaloques moraban en los cerros y también se les consideraba poseedores y dueños de las lluvias. Por ese motivo, en la época prehispánica se creía que las montañas o los dioses que en ellas habitaban eran los causantes de las lluvias indispensables para el ciclo agrícola. Cuando las lluvias se retrasaban, lo cual ocasionaba fuertes y prolongadas sequías, se pensaba que era porque los tlaloques estaban ofendidos por algún motivo y, como castigo, se las habían llevado.
Los sacrificios
Para aplacar sus fuerzas destructoras y congratularse con ellos, durante ciertas épocas del año se les hacían sacrificios de niños de distintas edades, desde los niños de “teta” hasta los de ocho años. El propósito del sacrificio infantil era hacer la petición de las lluvias a las deidades acuáticas y tenía como marco algunas festividades del calendario de 365 días. Sahagún (1975) afirma que el sacrificio se realizaba durante los primeros cuatro meses del calendario: atlcahualo, tlacaxipehualiztli, tozoztontli y huey tozoztli (marzo, abril y mayo actuales). Si atendemos a otras fuentes, también mencionan sacrificios de niños en los meses de atemoztli (enero) e izcalli (febrero), de lo cual se deduce que esta práctica ritual se limitaba a la temporada de secas, aunque podía extenderse hasta que empezara a llover “abundosamente”.
Por lo general, la inmolación de los niños se efectuaba en varios lugares, como eran las lagunas, los ríos, los ojos de agua, el remolino de Pantitlan y los cerros, donde se creía que se formaban las nubes. De acuerdo con las fuentes, existían varias formas de quitarles la vida. Algunos de los cronistas hablan de extracción del corazón, de ahogamiento, de inanición por abandono en cuevas y de degollamiento. Otros datos interesantes se refieren a que a los niños que iban a ser sacrificados se les ataviaba a imagen y semejanza de los tlaloques, por lo que eran la personificación viva de esos dioses, además de que recibían el nombre del cerro en que serían sacrificados. Asimismo, se señala como buen augurio que: “Cuando llevaban los niños a matar, si lloraban y echaban muchas lágrimas, alegrábanse los que los llevaban, porque tomaban pronósticos de que habían de tener muchas aguas ese año” (Sahagún, 1975).
Nuevos descubrimientos
Hasta fechas recientes, sólo se contaba con los datos de las fuentes escritas y las representaciones de los códices para el estudio de la problemática de los sacrificios de niños, sin que se hubiese tenido la oportunidad de corroborarlos arqueológicamente debido a la relativa escasez de evidencias que había proporcionado el registro arqueológico; sin embargo, gracias a tres descubrimientos hechos en el marco del Proyecto Templo Mayor, ahora se tienen más elementos para indagar y dar forma a un panorama más concreto sobre el tema. El primero de ellos ocurrió en la esquina noroeste del edificio del Templo Mayor de Tenochtitlan, lugar donde se encontró una ofrenda que contenía los restos de 42 individuos infantiles y un conjunto de materiales asociados simbólicamente con el mundo acuático de la cosmovisión mexica: arena marina, jarras de piedra con la efigie del dios Tláloc, conchas, caracoles, pigmento azul, cuentas de piedra verde y posibles recipientes de calabaza. Las características de la ofrenda han llevado a la conclusión de que se trata de un sacrificio de niños en honor de los tlaloques, en el que las jarras Tláloc fungieron como representaciones simbólicas de esos dioses, mientras que los niños sacrificados lo hicieron como sus representaciones vivas, es decir, como los ixiptla, las imágenes vivas de los dioses.
El segundo hallazgo se hizo al pie de la plataforma del templo dedicado al culto del dios Ehécatl-Quetzalcóatl en el sitio arqueológico de Tlatelolco, que fue excavado a partir de 1987 y hasta 1989 como parte del Proyecto Templo Mayor. En ese sitio se descubrieron los restos de 41 individuos, 30 de los cuales eran niños y los demás adolescentes y adultos. Los restos formaban parte de diferentes ofrendas, pero todas integraban un conjunto unitario de enormes dimensiones. El complejo ceremonial incluía elementos vinculados con los dioses del agua, el maíz, la tierra, el fuego y el dios tutelar del templo: Ehécatl-Quetzalcóatl, al que, en cuanto deidad del viento, se reconoce como el anunciador de las lluvias y, por lo tanto, se le considera como uno de los tlaloques, los ayudantes de Tláloc.
El último hallazgo ocurrió en el subsuelo de la Catedral metropolitana, en el centro de la ciudad de México. Corresponde a una ofrenda que contenía los restos óseos de tres individuos infantiles y objetos que se asocian con las deidades del agua, tales como pigmento azul, cuentas de piedra verde, vasijas y comales de cerámica, restos óseos de guajolote y codorniz y una placa de cerámica con una decoración que sugiere el emblema de los dioses tlaloques.
Juan Alberto Román Berrelleza. Antropólogo físico. Investigador del Museo del Templo Mayor, INAH.
Alfonso Torre Blanco. Doctor en bioquímica. Investigador del Departamento de Biología de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
Román Berrelleza, Juan Alberto y Alfonso Torre Blanco, “Los sacrificios de niños en el Templo Mayor: un enfoque interdisciplinario”, Arqueología Mexicana, núm. 31, pp. 66-73.
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