La constitución del hombre
Las entidades formadoras pueden dividirse en dos clases: la identitaria y las que proporcionaban al hombre sus características individuales. La primera era el teyolía, ubicado en el corazón. Era la entidad anímica que el grupo humano había recibido del dios patrono, y por lo tanto, la base de los sentimientos, los derechos y las obligaciones propias de la pertenencia grupal. Como se vio anteriormente, esto tiene que ser apreciado en la relatividad de la dimensión patronal, lo que va de la calidad humana, adquirida por pertenecer a la especie, a las calidades particularidades de los niveles grupales más pequeños. En esta entidad anímica radicaban las principales funciones vitales, intelectuales y afectivas. El teyolía sólo dejaba el cuerpo a la muerte del individuo. Era, además, la entidad que viajaba al más allá después del fallecimiento.
Sigamos con las otras entidades formadoras que, a diferencia de la identitaria, proporcionaban la particularidad individual a cada hombre. Una de ellas, el tonalli, se alojaba principalmente en la cabeza; la otra, el ihíyotl, en el hígado. El tonalli vinculaba al individuo con las fuerzas sobrenaturales externas, entre ellas las del destino, mientras que del ihíyotl dependía su vigor físico y buena parte de sus pasiones y sentimientos. Ambas entidades no sólo podían salir total o parcialmente del cuerpo, sino que, libres de la cubierta pesada, en ocasiones permitían al individuo traspasar los umbrales que comunicaban ecúmeno con anecúmeno. Las entidades anímicas contingentes eran numerosas y muy diversas. Algunas transitaban por el cuerpo; otras se establecían en él de manera más o menos permanente, provocando estados anómalos pasajeros o posesiones definitivas. Algunas de las entidades permanentes otorgaban grandes poderes a la persona. Numerosos gobernantes, místicos y sacerdotes se consideraban vasos mundanos de algún dios. Entre los invasores comunes destacaban los dioses-tiempo, quienes influían en lo más profundo de la naturaleza del individuo. Muchos males –la artritis, por ejemplo– se concebían como el dañino alojamiento de pequeños dioses en diversas partes del cuerpo. La ebriedad era la intrusión de algún dios del pulque, y por este tenor se explicaban la libido, la inspiración artística, la locura y aun la irracionalidad homicida.
Alfredo López Austin. Investigador del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
López Austin, Alfredo, “Los mexicas ante el cosmos”, Arqueología Mexicana, núm. 91, pp. 24-35.
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