El cementerio prehispánico del valle de Ónavas, Sonora

Cristina García Moreno, James T. Watson

El valle de Ónavas está en la parte media del río Yaqui, uno de los más caudalosos e importantes del estado de Sonora; se trata de un valle intermontano compuesto por lomeríos y vegetación característica de una selva baja espinosa, que tiene un clima semiseco la mayor parte del año, excepto en los días de lluvia del verano y precipitaciones de invierno. Tan sólo en el valle existen 126 sitios arqueológicos registrados, de diversos tipos y temporalidad, que se ubican tanto en la planicie aluvial del río como en las mesas adyacentes. Investigaciones recientes en el valle han dado cuenta de que el sitio más importante del valle en la época prehispánica era El Cementerio, el cual ha arrojado información muy importante relacionada con ritos funerarios, salud y enfermedad, intercambio y costumbres de los primeros habitantes del valle.

Entre 1000 y 1400 d.C. los habitantes del río Yaqui medio desarrollaron una tradición cultural local de larga duración a la que incorporaron aspectos específicos de grupos del sur de mayor influencia. Esta comunidad manufacturó vasijas cerámicas de formas simples, con arcilla obtenida de lugares cercanos, que al cocerse adquirieron sus tonos café y rojizo; estos objetos se usaron en la preparación de alimentos, almacenamiento y para la transportación de líquidos. Sólo unas cuantas piezas fueron pintadas con motivos, líneas finas y otras gruesas, en cuyas formas geométricas se usó un pigmento de color púrpura. Ocasionalmente se elaboraron otros objetos reutilizando fragmentos de vasijas rotas, desgastando las esquinas hasta lograr obtener un círculo perfecto; otras veces sólo se pulieron los fragmentos para obtener una forma cuadrangular a la que en ocasiones perforaron la parte central; otros objetos manufacturados con arcilla fueron figurillas de formas humanas de las que hoy sólo tenemos partes del torso o las cabezas, a veces las piernas o los pies.

Asimismo, sus herramientas se elaboraron con cantos del río a los que hicieron algunas modificaciones para conseguir márgenes afilados y así usarlas en cortes, o perforaciones en madera o piel, desgaste por raspado, perforaciones e incisiones en materiales de distinta dureza. Estos utensilios se emplearon también para elaborar otras herramientas o puntas de proyectil, que se utilizaban sobre todo en la cacería. Metates, manos de metate y otras herramientas obtenidas por desgaste y pulido sirvieron también para la molienda de alimentos o para triturar pigmentos y otros materiales. Además, se utilizaron materiales no locales como obsidiana y turquesa, así como conchas y caracoles del Océano Pacífico.

Los entierros

Los habitantes asentados en el valle eligieron un área cercana al río para enterrar a sus muertos, específicamente un espacio que se aprovechó repetidas veces a lo largo de 400 años, donde construyeron un montículo de casi dos metros de profundidad. Este montículo funerario contiene los restos de más de 100 individuos, infantes, niños y adultos de ambos sexos, que fueron enterrados más o menos de la misma forma.

Para cada uno se cavó un espacio de tamaño suficiente para que cupiera el cuerpo, el cual fue colocado muchas veces extendido y boca arriba, otras sobre alguno de sus costados y en algunas más boca abajo. Después fueron cubiertos con tierra. Cuando había que enterrar a otra persona, aparentemente sólo cavaban el nuevo espacio, y si encontraban los restos de otro individuo se limitaban a hacerlo a un lado y colocaban al recién fallecido; en otras ocasiones simplemente se colocaba el cuerpo encima del anterior. Todos fueron enterrados portando la joyería que usaban, niños y adultos, la cual se componía de distintos tipos de cuentas y pendientes, a veces pectorales elaborados en conchas marinas traídas a Ónavas como resultado del intercambio con grupos costeros. Estos ornamentos de concha eran aretes, collares, pulseras, brazaletes, ajorcas y narigueras, que en su mayoría debieron haber llegado al valle ya elaborados. Eran los jóvenes quienes portaban la mayor cantidad de joyas, pero especialmente los niños lucían pulseras hechas de cuentas elaboradas en concha, caracoles marinos y pequeñas cuentas de turquesa.

Los brazaletes se manufacturaron con Glycymeris gigantea y Dosinia ponderosa, las cuentas con Laevicardium elatum, Chama echinata, Conus regularis, Spondylus calcifer, Spondylus princeps y ejemplares de la familia Vermetidae. Las incrustaciones se hicieron exclusivamente con conchas nacaradas como Pinctada mazatlanica y una especie de agua dulce de la familia Unionidae. Los pectorales se fabricaron con Pecten vogdesi, Pinctada mazatlanica y Malea ringens, mientras que los pendientes muestran una gran variedad de especies, entre ellas Chama echinata, Theodoxus luteofasciatus, Olivella intorta, Cerithidea albonodosa, Pinctada mazatlanica, Spondylus princeps y Strombus gracilior. Por lo menos dos individuos, un hombre joven y una mujer adulta, fueron envueltos en un textil al ser enterrados. A otro hombre joven se le enterró con el caparazón de una tortuga de tierra sobre su abdomen, y un adolescente estuvo acompañado por una vasija de forma biglobular.

Deformación craneal y modificación dental

A partir de los restos óseos recuperados podemos conocer aspectos de las características físicas y condiciones de salud de la comunidad. Uno de los rasgos destacables es que a muchos de sus miembros se les practicó, intencionalmente, una deformación del cráneo conocida como tabular oblicua o tabular erecta, deformación conocida y practicada en varias regiones de México y el mundo, en muchas épocas, aunque la que presentan los individuos en cuestión es sumamente pronunciada. La deformación se practicó tanto a hombres como mujeres, la cual debía iniciar desde los primeros años de vida para que el cráneo tomara una forma final muy marcada.

Además de la deformación del cráneo, a algunos individuos se les practicó una modificación dental: diez hombres, tres mujeres y un niño presentan las esquinas de los cuatro incisivos superiores pulidas, así como la cara mesial de los caninos; a dos mujeres se les practicó la ablación de los incisivos centrales superiores (la remoción intencional del diente). La práctica de modificar los dientes fue para muchas culturas alrededor del mundo un marcador de belleza y, al igual que la deformación del cráneo, era una forma de mostrar la pertenencia a una etnia o grupo social.

 

Cristina García Moreno. Arqueóloga de la sección de Arqueología del Centro INAH Sonora.

James T. Watson. Doctor en antropología, director asociado y curador asociado de bioarqueología en el Arizona State Museum. Profesor asociado de antropología en la Escuela de Antropología, Universidad de Arizona.

García Moreno, Cristina y James T. Watson, “El cementerio prehispánico del valle de Ónavas, Sonora”, Arqueología Mexicana, núm. 154, pp. 63-68.

 

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